Hace pocas semanas, mi amiga
Katia escribió un post titulado
El último almacén. Y me hizo recordar un episodio que viví hace algunos años.
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En el Perú llamamos bodega a esas tiendas de barrio que tienen de todo. En otros países se llaman colmados. En Argentina, donde vive Katia, se les llama almacenes. Tal como ella lo cuenta, en el Perú, muchisimas de esas bodegas eran propiedad de chinos. Su ubicación habitual eran las esquinas, de ahí viene la frase de "el chino de la esquina".
En mi niñez, en el barrio de Jesús María, el barrio donde crecí, teníamos nuestra doña Rosa. Era la dueña de la bodega en la que comprábamos todos los de la quinta donde vivíamos en la Av. General Garzón. En ese barrio había y, hasta donde sé, sigue habiendo más o menos una bodega en cada esquina. O sea, que cada bodega abastecía a más o menos una cuadra.
El esposo de doña Rosa era bastante mayor que ella. Nunca supe su nombre, pero era un hombre muy cariñoso que hablaba muy mal el castellano. A mis escasos 4 años, casi no le entendía las pocas veces en que él atendía. No sé si doña Rosa sería o no peruana, pues hablaba perfecto castellano. Tenían tres hijos: una hija grande, cuyo nombre nunca supe y a la que se le veía muy poco; un hijo hombre de nombre Ato (al menos, era lo que yo entendía) y Verónica, que era de mi edad.
Un día, el señor murió. Recuerdo que se me hacía raro ya no verlo saludar con una amable sonrisa cada vez que entraba a su tienda.
Verónica y su mamá envolvían el arroz, el azúcar y otros productos usando páginas de guías telefónicas de años anteriores. Hacían un envoltorio magistral, con una facilidad envidiable, que nunca he visto hacer a nadie más que a vendedores de origen chino, ni a las caseras del mercado. Era raro que en sus anaqueles de madera, doña Rosa no tuviera lo que necesitábamos. Las raras veces que eso ocurría, era cosa de llegar a la siguiente esquina para encontrar lo que buscábamos. Eso si, no le faltaba nunca el arrocillo al lado del mostrador, ese antojito que se compraba con las monedas del vuelto. Tampoco faltaban los inolvidables corazones de leche.
Un día, la bodega no abrió. Por el barrio corrió el rumor de que doña Rosa había vendido el negocio y se había ido con sus hijos a China. La tienda quedó vacía un buen tiempo, con lo que nos vimos obligados a cambiar de bodega, a la de la otra esquina. Así fue por cierto tiempo hasta que la bodega reabrió, atendida por Mauro, que no era chino, pero que supo darle ese mismo toque familiar a la compra cotidiana. A pesar de que sus anaqueles ya no eran de madera sino de aluminio.
A finales de 1993, viajé a Caracas, a pasar las fiestas de fin de año con mi tía Dora, hermana de mi mamá que vivía en Venezuela casi 30 años. Una noche, mi primo Juan me dijo: "vamos a comprar comida china, aunque la del Perú nos deja chiquitos a nosotros con la nuestra".
Entramos al restaurante, y mientras Juan elegía qué platos llevar a su casa para comer todos ahí, vi que una cara conocida le tomaba el pedido. No podía ser. ¿Sería? "¿Tú no eres Verónica, la hija de doña Rosa?" La cara conocida dejó el lapicero a un lado, me miró con la cara de incredulidad más grande que he visto nunca y me dijo simplemente: "Si".
El mundo es un pañuelo.
Me preguntó por todos, empezando por la
tía Angelita. Yo hice lo mismo, y así supe que al vender la tienda no se habían ido a China sino a Venezuela. Que ese restaurante era de un tío, y que ella trabajaba ahí por las noches. Le mandé saludos a su mamá, y nos fuimos.
No volví a saber de ella. No regresamos a ese restaurante en los días que seguí por allá.
Mi doña Rosa de ahora se llama Luz María. Luzma. Su bodega tiene ese mismo toque acogedor que tanto recuerdo, aunque sus anaqueles son de aluminio y no de madera. También tiene de todo... menos corazones de leche y esos dulcísimos y deliciosos cuadraditos que comprábamos por cajas y devorábamos en cuestión de horas.