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Un ruido te despierta de golpe. Lejano primero, más cercano segundos después. Esforzando la vista todo lo que te permite tu alta miopía, la que te acompaña desde tu infancia, logras divisar el luminoso contorno de unos números rojos en tu mesa de noche: 3:08.
“Tres de la mañana”, te dices. Reniegas para tus adentros. “¿A qué hora me volveré a dormir, y todo gracias a un ruidito que seguramente nadie más oyó?”.
En eso, nuevo ruido, pero ya no es uno solo. Son varios. Algo crepita, pero ni que hubiera una chimenea para oír crepitaciones.
Los ruidos se repiten, interminables. Se van acercando, son cada vez más rápidos. No atinas a nada, pero tu cabeza es una sucesión imparable de pensamientos: no sabes si levantarte o si sentarte, no sabes si esperar en silencio o preguntar si hay alguien. Descartas todo, no sabes qué hacer. Lo único que sabes es que probablemente te estás enfrentado a una de las pocas ocasiones en tu vida en que puedes no ponerte tus lentes y verás lo mismo que quien sea que esté haciendo esos ruidos. Nadie verá nada. Tienes además la ventaja de estar en tu casa, en tu territorio que, nunca mejor dicho, puedes recorrer a ojos cerrados.
Sigues sin saber qué hacer. Tus dudas te acechan, incluso decidir no hacer nada implica tomar una decisión, pero con todo el cuerpo paralizado, hasta tu cabeza se niega a pensar. No hacer nada parece ser lo más sensato.
Mientras tanto, el ruido crepitante va y viene. Definitivamente son dos pares de piernas los que hacen los ruidos. Una sola persona no puede moverse tan rápido y estar un segundo aquí y al siguiente muchos metros más allá.
Por tu cabeza empiezan a pasar decenas, no, cientos de imágenes y relatos de mujeres muertas en ese canal de televisión que te encanta ver. Ese que por abreviar llamas el “canal de los muertos”. ¿Hubieras creído si alguien te hubiera dicho que tu historia iba a nutrir la programación de ese canal?
Te dices que la cosa es seria, que no estás para pensar tonterías así, menos en este momento. Te recriminas internamente: “segurito que no cerraste bien la ventana y han entrado por ahí”.
Cuando alejas los pensamientos, te das cuenta de que los sonidos suenan más cerca de ti. La parálisis ha llegado a tal punto que ni tu garganta puede soltar un grito. Los sonidos ya están prácticamente a tu lado, te resignas a tu suerte, te preparas para sentir un par de manos que empezarán a ahorcarte o quién sabe qué. Te empiezas a preguntar si el cuchillo que te van a clavar estará muy frío... como si eso importara ya.
Dicen que tu vida pasa frente a tus ojos en momentos así. Pero a ti no se te pasó la vida. No, se te abrió la mente. El terrorífico crepitar era el sonido que hacía la lluvia al caer sobre el techo de calamina que está al lado de tu ventana.
Recuperas tu cuerpo.
Buscas los números rojos luminosos y, aunque borrosos, distingues perfectamente que son las 3:09.
Nota: este es un texto que escribí para el taller de crónicas que estoy llevando actualmente. El tema era lluvia.
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Como probablemente sepan, el Perú está atravesando momentos difíciles por el paso del Niño costero. Tenemos varios días en que las noticias solamente hablan de lluvias, inundaciones, daños y desolación... pero también de solidaridad, de voluntarios, de ayuda, de donaciones. Es que hasta en los peores momentos se puede rescatar lo bueno. Gracias a los que me escribieron y me mostraron su preocupación ante las malas noticias.
“Tres de la mañana”, te dices. Reniegas para tus adentros. “¿A qué hora me volveré a dormir, y todo gracias a un ruidito que seguramente nadie más oyó?”.
En eso, nuevo ruido, pero ya no es uno solo. Son varios. Algo crepita, pero ni que hubiera una chimenea para oír crepitaciones.
Los ruidos se repiten, interminables. Se van acercando, son cada vez más rápidos. No atinas a nada, pero tu cabeza es una sucesión imparable de pensamientos: no sabes si levantarte o si sentarte, no sabes si esperar en silencio o preguntar si hay alguien. Descartas todo, no sabes qué hacer. Lo único que sabes es que probablemente te estás enfrentado a una de las pocas ocasiones en tu vida en que puedes no ponerte tus lentes y verás lo mismo que quien sea que esté haciendo esos ruidos. Nadie verá nada. Tienes además la ventaja de estar en tu casa, en tu territorio que, nunca mejor dicho, puedes recorrer a ojos cerrados.
Sigues sin saber qué hacer. Tus dudas te acechan, incluso decidir no hacer nada implica tomar una decisión, pero con todo el cuerpo paralizado, hasta tu cabeza se niega a pensar. No hacer nada parece ser lo más sensato.
Mientras tanto, el ruido crepitante va y viene. Definitivamente son dos pares de piernas los que hacen los ruidos. Una sola persona no puede moverse tan rápido y estar un segundo aquí y al siguiente muchos metros más allá.
Por tu cabeza empiezan a pasar decenas, no, cientos de imágenes y relatos de mujeres muertas en ese canal de televisión que te encanta ver. Ese que por abreviar llamas el “canal de los muertos”. ¿Hubieras creído si alguien te hubiera dicho que tu historia iba a nutrir la programación de ese canal?
Te dices que la cosa es seria, que no estás para pensar tonterías así, menos en este momento. Te recriminas internamente: “segurito que no cerraste bien la ventana y han entrado por ahí”.
Cuando alejas los pensamientos, te das cuenta de que los sonidos suenan más cerca de ti. La parálisis ha llegado a tal punto que ni tu garganta puede soltar un grito. Los sonidos ya están prácticamente a tu lado, te resignas a tu suerte, te preparas para sentir un par de manos que empezarán a ahorcarte o quién sabe qué. Te empiezas a preguntar si el cuchillo que te van a clavar estará muy frío... como si eso importara ya.
Dicen que tu vida pasa frente a tus ojos en momentos así. Pero a ti no se te pasó la vida. No, se te abrió la mente. El terrorífico crepitar era el sonido que hacía la lluvia al caer sobre el techo de calamina que está al lado de tu ventana.
Recuperas tu cuerpo.
Buscas los números rojos luminosos y, aunque borrosos, distingues perfectamente que son las 3:09.
Nota: este es un texto que escribí para el taller de crónicas que estoy llevando actualmente. El tema era lluvia.
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Gracias! Sabia que terminaría bien así que me has hecho reír mucho. Imagine cada momento. Y sigo riendo.
ResponderEliminarTú ríes y para mí fue un momento terrible. Felizmente, no pasó nada.
EliminarBuenazo, casi me como las uñas
ResponderEliminarImagínate cómo estaba yo.
Eliminar:D
El ruido de las gotas al caer... Muy buena crónica. Te mantiene en suspenso durante todo el relato. Ojalá que ya terminen las lluvias y desastres del Niño Costero.
ResponderEliminarEn este caso, el terrorífico ruido de las gotas al caer.
EliminarNos has metido el susto en el cuerpo, Gabriela... ¿Y eso del cuchillo frío? (nos pusiste la piel de gallina) Mientras leíamos tu relato solo pensábamos en lo mala que es la noche y la oscuridad, y en lo negro que se ve todo, en el más amplio sentido de la palabra... ¡Menos mal que todo acabó en lluvia! Mucho ánimo en estoss duros momentos a causa del Niño, rezaremos para que pase pronto.
ResponderEliminarBesos mil de las dos
J&Y
Y mira que tampoco es que fuera una tremenda lluvia, eso no es habitual en Lima. No quiero imaginar lo que hubiera sido en una lluvia fuerte.
Eliminar:S
Qué descanso más grande después de ese intenso minuto... el más largo de toda la noche ;-)
ResponderEliminarSí, interminable minuto. Por momentos, hasta parece que todavía no acaba.
EliminarUfff que susto! a mi me pasó! Escuché el rechinar de una puerta que por olvido quedó abierta, eso sí yo no usé cuchillo, una silla alzada en alto fue mi arma...jejeje!
ResponderEliminarBesos
Gabriela
Y al día siguiente, una buena dosis de aceite debe haber solucionado el problema para siempre.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHas descrito perfectamente como se nos dispara la imaginación con cualquier ruido, a las que somos miedosas. Espero que pronto cesen las lluvias torrenciales en tu país. Besos.
ResponderEliminarSi a eso le sumas oscuridad nocturna casi absoluta, la mesa está servida.
EliminarGracias por tus buenos deseos.
Um verdadeiro filme de terror!
ResponderEliminarAfinal era chuva...
Sí, una lluvia que se hizo pasar por monstruo aterrador, Nina.
EliminarSuspense hasa el final...buenas jugarretas nos gasta la cabeza.
ResponderEliminarBuen jueves.
Besos.
Sí, sobre todo cuando la imaginación se dispara.
Eliminarmenos mal, he contenido la respiración hasta el final.
ResponderEliminarMe he perdido informaciones sobre Perú, espero que no haya habido muchos daños, muy intrigante relato. Dónde llevas el taller?
un abrazo Gabriela!
Menos mal no eran intrusos nocturnos.
EliminarLos daños han sido fuertes, dicen que la reconstrucción puede tomar hasta dos años. Ojalá se haga con mejor planificación.
El taller lo hago acá, en Lima, en la Escuela de Edición de Lima. El lunes 3 es la última sesión.
Se comprende Gabriela que tanta lluvia cause angustia.Al menos te quedó una gran historia de terror.
ResponderEliminarY felizmente, nada comparado a lo que ha dejado a su paso en otros lugares.
EliminarA pesar de lo estragos causados por el invierno allá en tu país, tú tienes la sapiencia para regalarnos un bonito relato lleno de suspenso y angustia.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Rafael, pero acá estamos a finales de un verano que ha traído malas noticias. Ojalá termine ya todo de una vez.
EliminarRecien hoy he leido tus escritos y realmente cada uno es tan interesante y entretenido que los he leido 2 veces.
ResponderEliminarLo del susto es real y le pasa a cualquiera, sobre todo si es en la noche.
Lo de las tijeras no lo conocía, pero sigo conociendo mas y mas a la tía Angelita, que maravillosa persona tiene que haber sido para dejar tantos y tan lindos recuerdos que hacen que siempre esté presente.
Un abrazo.
La tía Angelita era, efectivamente, todo un personaje. Siempre está presente, eso es muy cierto.
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