sábado, 25 de marzo de 2017

Terror en la noche

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Un ruido te despierta de golpe. Lejano primero, más cercano segundos después. Esforzando la vista todo lo que te permite tu alta miopía, la que te acompaña desde tu infancia, logras divisar el luminoso contorno de unos números rojos en tu mesa de noche: 3:08.

“Tres de la mañana”, te dices. Reniegas para tus adentros. “¿A qué hora me volveré a dormir, y todo gracias a un ruidito que seguramente nadie más oyó?”.

En eso, nuevo ruido, pero ya no es uno solo. Son varios. Algo crepita, pero ni que hubiera una chimenea para oír crepitaciones.

Los ruidos se repiten, interminables. Se van acercando, son cada vez más rápidos. No atinas a nada, pero tu cabeza es una sucesión imparable de pensamientos: no sabes si levantarte o si sentarte, no sabes si esperar en silencio o preguntar si hay alguien. Descartas todo, no sabes qué hacer. Lo único que sabes es que probablemente te estás enfrentado a una de las pocas ocasiones en tu vida en que puedes no ponerte tus lentes y verás lo mismo que quien sea que esté haciendo esos ruidos. Nadie verá nada. Tienes además la ventaja de estar en tu casa, en tu territorio que, nunca mejor dicho, puedes recorrer a ojos cerrados.

Sigues sin saber qué hacer. Tus dudas te acechan, incluso decidir no hacer nada implica tomar una decisión, pero con todo el cuerpo paralizado, hasta tu cabeza se niega a pensar. No hacer nada parece ser lo más sensato.

Mientras tanto, el ruido crepitante va y viene. Definitivamente son dos pares de piernas los que hacen los ruidos. Una sola persona no puede moverse tan rápido y estar un segundo aquí y al siguiente muchos metros más allá.

Por tu cabeza empiezan a pasar decenas, no, cientos de imágenes y relatos de mujeres muertas en ese canal de televisión que te encanta ver. Ese que por abreviar llamas el “canal de los muertos”. ¿Hubieras creído si alguien te hubiera dicho que tu historia iba a nutrir la programación de ese canal?

Te dices que la cosa es seria, que no estás para pensar tonterías así, menos en este momento. Te recriminas internamente: “segurito que no cerraste bien la ventana y han entrado por ahí”. 

Cuando alejas los pensamientos, te das cuenta de que los sonidos suenan más cerca de ti. La parálisis ha llegado a tal punto que ni tu garganta puede soltar un grito. Los sonidos ya están prácticamente a tu lado, te resignas a tu suerte, te preparas para sentir un par de manos que empezarán a ahorcarte o quién sabe qué. Te empiezas a preguntar si el cuchillo que te van a clavar estará muy frío... como si eso importara ya.

Dicen que tu vida pasa frente a tus ojos en momentos así. Pero a ti no se te pasó la vida. No, se te abrió la mente. El terrorífico crepitar era el sonido que hacía la lluvia al caer sobre el techo de calamina que está al lado de tu ventana.

Recuperas tu cuerpo.

Buscas los números rojos luminosos y, aunque borrosos, distingues perfectamente que son las 3:09.

Nota: este es un texto que escribí para el taller de crónicas que estoy llevando actualmente. El tema era lluvia.
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Como probablemente sepan, el Perú está atravesando momentos difíciles por el paso del Niño costero. Tenemos varios días en que las noticias solamente hablan de lluvias, inundaciones, daños y desolación... pero también de solidaridad, de voluntarios, de ayuda, de donaciones. Es que hasta en los peores momentos se puede rescatar lo bueno. Gracias a los que me escribieron y me mostraron su preocupación ante las malas noticias.

miércoles, 15 de marzo de 2017

La cortanta

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La inolvidable tía Angelita estaba llena de historias. Todo el montón de sobrinos que cuidó a lo largo de su vida recuerdan muchas de esas historias, pero extrañamente hay una que parece que no recuerda nadie más que yo.

El papá de la tía Angelita era español, natural de Extremadura. Se llamaba Francisco Martínez Camino. Vino ya con algunos años encima al Perú en la época del caucho. Lo imagino también lleno de historias, imprescindibles en esa época y en esos lugares inhóspitos sin televisión ni cine ni radio. Probablemente hasta sin libros.

Decía la tía Angelita que decía su papá que hasta las diez de la mañana, a la tijera se le llamaba cortanta. Nunca tijera, porque era de mala suerte. Creo recordar que el peligro era peleas entre personas queridas si uno quebrantaba esa regla.

Decía también que nunca, por ninguna razón, se debía dejar la tijera, o cortanta según la hora, abierta. La plata se escapa por entre las hojas separadas, decía.

Con esas dos advertencias en torno a las tijeras crecí yo, y de las dos, la única que pongo en práctica con devoción es la de cerrar toda tijera que encuentro abierta. Es más fuerte que yo: si veo una tijera abierta, la tengo que cerrar.

Lo raro es que nadie recuerda ninguna de estas recomendaciones referidas a las tijeras. Mi abuela materna, sobrina de mi tía Angelita, era una experta costurera que abastecía a casi todo Yurimaguas con sus confecciones. La tijera era una parte imprescindible de su trabajo, y pese a ello, nunca pareció preocupada por cerrarla cuando la dejaba a un lado al coser.

Cuando recordé ese detalle y lo junté con la historia de la cortanta/tijera que no se podía dejar abierta, pregunté a cuanta persona de mi familia hubiera podido conocer la historia. No tuve éxito, nadie recuerda siquiera la existencia de la palabra cortanta.

Busqué en internet la palabra cortanta, y no existe. Y si no existe en Google es casi como para decir que no existe en el mundo, ni real ni virtual.

A estas alturas, ya no sé si soñé la historia de la cortanta y la recomendación de no dejar la tijera abierta.

lunes, 6 de marzo de 2017

Mi reino por una vela

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Hace pocos días tuvimos una interrupción de energía eléctrica. Varios distritos de Lima se vieron afectados, yo estuve ente los afectados. A raíz de estos hechos, me mandaron estas reflexiones que publico a continuación.
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No fue exactamente un día, sólo nueve horas. ¡NUEVE HORAS! ¿Qué pasó? "Avería masiva", decían en la empresa cuando todavía contestaban el teléfono. Después solamente una grabación, el problema afectaba a varios distritos de la Gran Lima.

Comenzó a la 11 de la mañana. Sin microondas, sin hervidor eléctrico, sin televisión, sin computadora, ¡sin Internet! ¡Qué se puede hacer sin Internet!

Así terminó la mañana, así continuó la tarde, calurosa e interminable tarde. Empezó a oscurecer. Velas, ¿tenemos velas? Encontramos una vela usada y pequeña. Voy a la bodega de la esquina y compro un paquete que contiene cuatro velas. Ya llega la noche. Precavidamente vuelvo a la bodega para comprar una botella de agua. La bodega ha cerrado y solo nos atienden por una ventanilla. Hay una fila de gente, todos piden velas. No hay, les dicen. O sea, yo compré el último paquete. Me siento culpable y regreso a casa. Luego pienso, ¿y si les ofrezco algunas de las velas del paquete? ¿Me las quitarían de las manos como hambrientos de luz? ¿Cuánto vale una vela? ¿En cuánto la podría vender? ¡Ay! ¡Ay! Qué dilema de conciencia.

Cada vez oscurece más y hay que encender las velas. No está tan mal a pesar de todo. La noche de este caluroso verano comienza a refrescar, no hay nada que hacer y conversamos.

Y de repente, plum, vuelve la luz, se encienden los focos, suena la bomba de agua, todo se ilumina, la vida vuelve a la normalidad. Fueron nueve horas para recordar que dependemos de la electricidad para muchas cosas, pero que aún así la vida continúa, y hasta para pensar en cuánto puede costar una vela cuando la necesitamos para sobrevivir.