Yo tendría unos doce o trece años, no lo recuerdo muy bien. Lo que sí recuerdo muy bien es que era verano y hacía calor.
Esa tarde de verano, en plenas vacaciones escolares, mi mamá debía llevar el carro a pasar el trámite de la revisión técnica. Era un trámite relativamente fácil, pero se hacía pesado pues eran contados los lugares autorizados para hacerla y todos quedaban lejos y en lugares que yo calificaría como poco seguros. Pero las disposiciones hay que cumplirlas, así que no había vuelta que darle.
Fui con mi mamá esa tarde. El carro estaba en buenas condiciones, a pesar de que no era nuevo, pues previsoramente, se le hacía pasar por una revisión técnica previa con el mecánico de toda la vida que lo dejaba a punto para pasar la revisión oficial con una nota sobresaliente.
El lugar elegido para la revisión fue el local que quedaba más cerca de donde vivíamos en ese tiempo. Así que para allá fuimos. Al llegar, pensamos erradamente que estábamos al final de la fila de autos, así que nos pusimos en lo que creíamos era el lugar que nos correspondía. A los pocos minutos, vino un señor que nos indicó con buenas maneras que la cola no terminaba ahí, sino mucho más atrás.
Con resignación, mi mamá emprendió la marcha hacia el lugar correcto. Salió de nuevo a la pista, que no era pista propiamente, pues en realidad era un piso de tierra lleno de irregularidades. Llegado un punto, debía retroceder para retomar el camino, y para mala suerte, una de las llantas traseras se quedó metida en un hueco que se no veía, justamente porque el piso era sumamente irregular.
¿Qué hacer? Acelerar no fue la solución, el hueco era muy grande y la potencia no era suficiente para hacer salir el vehículo de donde estaba. Así que la única solución posible era recurrir a un servicio de grúas que venía al rescate luego de una llamada telefónica.
No eran tiempos de celulares. Eran tiempos de teléfonos públicos, de tiendas de barrios que alquilaban el teléfono. Recordemos que no era una zona muy segura, pero mi mamá no tuvo más remedio que salir a buscar un teléfono para llamar al servicio de grúas o a alguien que acudiera en su auxilio. Me dejó dentro del carro cerrado, me entregó la llave y se fue.
Recuerdo que la vi partir hacia la avenida importante que estaba a una cuadra del lugar de los hechos. Recuerdo no haber sentido nada de miedo, nada de aprensión. Simplemente me senté a esperar.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando un hombre rudo y bastante mal encarado se acercó al carro y me preguntó qué había pasado. Le contesté desde mi sitio que la llanta de atrás se había metido a un hueco, y él se fue a analizar la situación. Volví a ver su cara por la ventana y me dijo: "no te preocupes, acá lo solucionamos. ¿Tienes la llave?"
Sin dudarlo un segundo, se la entregué. Inmediatamente, el hombre dio tres gritos y aparecieron tres hombres más, que casi parecían gemelos del primero.
Me preguntaron si tenía gata*, y les dije que miraran en la maletera. La abrieron con la llave, sacaron la gata con el aparato y levantaron el carro por un lado. Entonces el primero de los hombres rudos se subió al carro y lo prendió. Aceleró, pero no pasó nada. Así que de la nada, dos de los otros hombres sacaron dos gatas y las acomodaron en otros dos puntos del carro. El primer hombre rudo, que en ningún momento se bajó del carro, volvió encenderlo y aceleró.
Esta vez sí, el auto avanzó y salió del hueco. Los hombres rudos recuperaron sus gatas, guardaron la que habían sacado de la maletera y el primer hombre rudo me devolvió las llaves. Recién ahí me preguntó por qué estaba sola en ese sitio, y le conté la historia de la revisión técnica y la confusión de la fila.
El hombre se bajó, no sin antes ponerle seguro a la puerta. No lo vi más, ni a ninguno de los otros hombres rudos.
En ningún momento sentí el más mínimo temor, a pesar de que la zona no era nada segura, de que el aspecto de los hombres era temible, de que tuvieron las llaves del carro en la mano por un rato. A pesar de todo, no dudé de ellos ni por un instante.
A los pocos minutos, apareció mi mamá. Venía a decirme que no había encontrado ningún teléfono y que no sabía qué hacer. Grande fue su sorpresa al ver que el carro ya estaba fuera del hueco. Más grande aun cuando le conté cómo había sido. El remate fue cuando, nuevamente de la nada, apareció un hombre nada rudo y le dijo que se pusiera en el primer lugar de la fila y que pasara la revisión técnica de una vez.
A veces los ángeles vienen mal vestidos, con aspecto rudo y hablando a gritos.
* Es como llamamos en el Perú a lo que en otros países conocen como gato o gato hidráulico.
Esa tarde de verano, en plenas vacaciones escolares, mi mamá debía llevar el carro a pasar el trámite de la revisión técnica. Era un trámite relativamente fácil, pero se hacía pesado pues eran contados los lugares autorizados para hacerla y todos quedaban lejos y en lugares que yo calificaría como poco seguros. Pero las disposiciones hay que cumplirlas, así que no había vuelta que darle.
Fui con mi mamá esa tarde. El carro estaba en buenas condiciones, a pesar de que no era nuevo, pues previsoramente, se le hacía pasar por una revisión técnica previa con el mecánico de toda la vida que lo dejaba a punto para pasar la revisión oficial con una nota sobresaliente.
El lugar elegido para la revisión fue el local que quedaba más cerca de donde vivíamos en ese tiempo. Así que para allá fuimos. Al llegar, pensamos erradamente que estábamos al final de la fila de autos, así que nos pusimos en lo que creíamos era el lugar que nos correspondía. A los pocos minutos, vino un señor que nos indicó con buenas maneras que la cola no terminaba ahí, sino mucho más atrás.
Con resignación, mi mamá emprendió la marcha hacia el lugar correcto. Salió de nuevo a la pista, que no era pista propiamente, pues en realidad era un piso de tierra lleno de irregularidades. Llegado un punto, debía retroceder para retomar el camino, y para mala suerte, una de las llantas traseras se quedó metida en un hueco que se no veía, justamente porque el piso era sumamente irregular.
¿Qué hacer? Acelerar no fue la solución, el hueco era muy grande y la potencia no era suficiente para hacer salir el vehículo de donde estaba. Así que la única solución posible era recurrir a un servicio de grúas que venía al rescate luego de una llamada telefónica.
No eran tiempos de celulares. Eran tiempos de teléfonos públicos, de tiendas de barrios que alquilaban el teléfono. Recordemos que no era una zona muy segura, pero mi mamá no tuvo más remedio que salir a buscar un teléfono para llamar al servicio de grúas o a alguien que acudiera en su auxilio. Me dejó dentro del carro cerrado, me entregó la llave y se fue.
Recuerdo que la vi partir hacia la avenida importante que estaba a una cuadra del lugar de los hechos. Recuerdo no haber sentido nada de miedo, nada de aprensión. Simplemente me senté a esperar.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando un hombre rudo y bastante mal encarado se acercó al carro y me preguntó qué había pasado. Le contesté desde mi sitio que la llanta de atrás se había metido a un hueco, y él se fue a analizar la situación. Volví a ver su cara por la ventana y me dijo: "no te preocupes, acá lo solucionamos. ¿Tienes la llave?"
Sin dudarlo un segundo, se la entregué. Inmediatamente, el hombre dio tres gritos y aparecieron tres hombres más, que casi parecían gemelos del primero.
Me preguntaron si tenía gata*, y les dije que miraran en la maletera. La abrieron con la llave, sacaron la gata con el aparato y levantaron el carro por un lado. Entonces el primero de los hombres rudos se subió al carro y lo prendió. Aceleró, pero no pasó nada. Así que de la nada, dos de los otros hombres sacaron dos gatas y las acomodaron en otros dos puntos del carro. El primer hombre rudo, que en ningún momento se bajó del carro, volvió encenderlo y aceleró.
Esta vez sí, el auto avanzó y salió del hueco. Los hombres rudos recuperaron sus gatas, guardaron la que habían sacado de la maletera y el primer hombre rudo me devolvió las llaves. Recién ahí me preguntó por qué estaba sola en ese sitio, y le conté la historia de la revisión técnica y la confusión de la fila.
El hombre se bajó, no sin antes ponerle seguro a la puerta. No lo vi más, ni a ninguno de los otros hombres rudos.
En ningún momento sentí el más mínimo temor, a pesar de que la zona no era nada segura, de que el aspecto de los hombres era temible, de que tuvieron las llaves del carro en la mano por un rato. A pesar de todo, no dudé de ellos ni por un instante.
A los pocos minutos, apareció mi mamá. Venía a decirme que no había encontrado ningún teléfono y que no sabía qué hacer. Grande fue su sorpresa al ver que el carro ya estaba fuera del hueco. Más grande aun cuando le conté cómo había sido. El remate fue cuando, nuevamente de la nada, apareció un hombre nada rudo y le dijo que se pusiera en el primer lugar de la fila y que pasara la revisión técnica de una vez.
A veces los ángeles vienen mal vestidos, con aspecto rudo y hablando a gritos.
* Es como llamamos en el Perú a lo que en otros países conocen como gato o gato hidráulico.