Esta historia me la contó hace algunos meses un taxista, al que llamaremos Pablo, cuando me llevaba a casa luego de una reunión de trabajo.
Era cerca de las 11 de la noche, de una noche fría y húmeda como saben ser las noches de Lima a mediados de año. Pablo iba solo, ya pensando en dar por cerrada la jornada y encaminarse a su casa. Estaba en un barrio residencial de una zona bastante acomodada, no había nadie caminando por la calle y pasaban poquísimos carros.
De repente, su carro se paró. Tosió unas cuantas veces y luego, nada. Silencio absoluto. Como decimos acá, Pablo se quedó botado. Él sabía que no se le había acabado el combustible pues hacía pocas horas había surtido cantidad suficiente para dos días más. Intentó empujar, pero para su mala suerte estaba en una calle cuesta arriba y su esfuerzo era en vano, pues lograba avanzar muy poco y el carro retrocedía ni bien lo soltaba. Encima, quedaba más atrás del punto de inicio. Su carro era bastante nuevo, tenía poco más de un año de uso, y eso hacía que el desperfecto fuera poco común.
De repente, pasó otro taxi por su costado. Al verlo, el otro taxista paró y le preguntó si necesitaba combustible. Cuando Pablo le explicó que el problema no era ese y le pidió que lo ayudara a empujar, el taxista le respondió que no. Sin más, se fue, dejando solo a Pablo.
Su celular no tenía crédito, y de todas maneras, no hubiera tenido a quién llamar para pedir ayuda. Cuando ya se había hecho la idea de tener que esperar a la mañana para encontrar una solución, apareció un auto nuevo, costoso, uno de esos carros alemanes que impresionan solamente con verlos. Dentro del carro estaba una pareja, no mayores de 40 años. Ambos estaban impecablemente vestidos, aunque no de etiqueta ni en traje de noche, pero se podía ver que venían de un compromiso social.
El hombre bajó la ventana y le preguntó si el problema se debía a falta de combustible. Como pasó con el taxista, cuando le explicó que lo que necesitaba era que alguien empujara, el hombre se excusó y se fue.
De nuevo solo, Pablo estaba sopesando sus pocas opciones, cuando vio que el carro nuevo regresaba. La pareja se bajó del carro, y le dijeron que lo iban a ayudar a empujar el taxi. La chica que iba en el carro lujoso tenía zapatos con tacos altos, pero igual, se dispuso a empujar.
Así, entre los tres, empujaron cerca de una cuadra, con la idea de que el taxi de Pablo avanzara de la calle cuesta arriba y saliera de ahí. Luego de un rato de esfuerzo conjunto, el hombre del carro lujoso le dijo a la chica que acercara su auto. Ya estaban un poco lejos y el carro estaba abierto.
Ella se fue y al poco rato llegó manejando el carro. Ya en ese momento, el taxi de Pablo había alcanzado un punto en el que el camino era cuesta abajo y él podía arreglárselas solo. Pablo les agradeció sinceramente. La pareja se despidió. Se dieron la mano y de nuevo se quedó solo.
Empujó el carro, que esta vez arrancó sin problemas.
"¿Sabe qué creo?", me dijo Pablo al terminar su historia. "Que esa pareja eran dos ángeles que llegaron a ayudarme en un momento sumamente difícil. Yo antes creía que la gente de plata era déspota, egoísta. Pero, ¿ya ve? El que yo pensaba que me iba a ayudar, el otro taxista, me dejó solo sin importarle nada. Y la pareja que me ayudó, a ellos no les importó ensuciar sus elegantes ropas ni arriesgarse en medio de la noche para ayudar a un desconocido. Desde ahí, aprendí a no juzgar a nadie por si tiene o no plata".
Le dije a Pablo que coincidía con su apreciación. Y así es.
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Esta es una historia que me parece que vale la pena compartir.
Era cerca de las 11 de la noche, de una noche fría y húmeda como saben ser las noches de Lima a mediados de año. Pablo iba solo, ya pensando en dar por cerrada la jornada y encaminarse a su casa. Estaba en un barrio residencial de una zona bastante acomodada, no había nadie caminando por la calle y pasaban poquísimos carros.
De repente, su carro se paró. Tosió unas cuantas veces y luego, nada. Silencio absoluto. Como decimos acá, Pablo se quedó botado. Él sabía que no se le había acabado el combustible pues hacía pocas horas había surtido cantidad suficiente para dos días más. Intentó empujar, pero para su mala suerte estaba en una calle cuesta arriba y su esfuerzo era en vano, pues lograba avanzar muy poco y el carro retrocedía ni bien lo soltaba. Encima, quedaba más atrás del punto de inicio. Su carro era bastante nuevo, tenía poco más de un año de uso, y eso hacía que el desperfecto fuera poco común.
De repente, pasó otro taxi por su costado. Al verlo, el otro taxista paró y le preguntó si necesitaba combustible. Cuando Pablo le explicó que el problema no era ese y le pidió que lo ayudara a empujar, el taxista le respondió que no. Sin más, se fue, dejando solo a Pablo.
Su celular no tenía crédito, y de todas maneras, no hubiera tenido a quién llamar para pedir ayuda. Cuando ya se había hecho la idea de tener que esperar a la mañana para encontrar una solución, apareció un auto nuevo, costoso, uno de esos carros alemanes que impresionan solamente con verlos. Dentro del carro estaba una pareja, no mayores de 40 años. Ambos estaban impecablemente vestidos, aunque no de etiqueta ni en traje de noche, pero se podía ver que venían de un compromiso social.
El hombre bajó la ventana y le preguntó si el problema se debía a falta de combustible. Como pasó con el taxista, cuando le explicó que lo que necesitaba era que alguien empujara, el hombre se excusó y se fue.
De nuevo solo, Pablo estaba sopesando sus pocas opciones, cuando vio que el carro nuevo regresaba. La pareja se bajó del carro, y le dijeron que lo iban a ayudar a empujar el taxi. La chica que iba en el carro lujoso tenía zapatos con tacos altos, pero igual, se dispuso a empujar.
Así, entre los tres, empujaron cerca de una cuadra, con la idea de que el taxi de Pablo avanzara de la calle cuesta arriba y saliera de ahí. Luego de un rato de esfuerzo conjunto, el hombre del carro lujoso le dijo a la chica que acercara su auto. Ya estaban un poco lejos y el carro estaba abierto.
Ella se fue y al poco rato llegó manejando el carro. Ya en ese momento, el taxi de Pablo había alcanzado un punto en el que el camino era cuesta abajo y él podía arreglárselas solo. Pablo les agradeció sinceramente. La pareja se despidió. Se dieron la mano y de nuevo se quedó solo.
Empujó el carro, que esta vez arrancó sin problemas.
"¿Sabe qué creo?", me dijo Pablo al terminar su historia. "Que esa pareja eran dos ángeles que llegaron a ayudarme en un momento sumamente difícil. Yo antes creía que la gente de plata era déspota, egoísta. Pero, ¿ya ve? El que yo pensaba que me iba a ayudar, el otro taxista, me dejó solo sin importarle nada. Y la pareja que me ayudó, a ellos no les importó ensuciar sus elegantes ropas ni arriesgarse en medio de la noche para ayudar a un desconocido. Desde ahí, aprendí a no juzgar a nadie por si tiene o no plata".
Le dije a Pablo que coincidía con su apreciación. Y así es.
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