miércoles, 29 de abril de 2015

Ángeles mecánicos

Esta historia me la contó hace algunos meses un taxista, al que llamaremos Pablo, cuando me llevaba a casa luego de una reunión de trabajo.

Era cerca de las 11 de la noche, de una noche fría y húmeda como saben ser las noches de Lima a mediados de año. Pablo iba solo, ya pensando en dar por cerrada la jornada y encaminarse a su casa. Estaba en un barrio residencial de una zona bastante acomodada, no había nadie caminando por la calle y pasaban poquísimos carros.

De repente, su carro se paró. Tosió unas cuantas veces y luego, nada. Silencio absoluto. Como decimos acá, Pablo se quedó botado. Él sabía que no se le había acabado el combustible pues hacía pocas horas había surtido cantidad suficiente para dos días más. Intentó empujar, pero para su mala suerte estaba en una calle cuesta arriba y su esfuerzo era en vano, pues lograba avanzar muy poco y el carro retrocedía ni bien lo soltaba. Encima, quedaba más atrás del punto de inicio. Su carro era bastante nuevo, tenía poco más de un año de uso, y eso hacía que el desperfecto fuera poco común.

De repente, pasó otro taxi por su costado. Al verlo, el otro taxista paró y le preguntó si necesitaba combustible. Cuando Pablo le explicó que el problema no era ese y le pidió que lo ayudara a empujar, el taxista le respondió que no. Sin más, se fue, dejando solo a Pablo.

Su celular no tenía crédito, y de todas maneras, no hubiera tenido a quién llamar para pedir ayuda. Cuando ya se había hecho la idea de tener que esperar a la mañana para encontrar una solución, apareció un auto nuevo, costoso, uno de esos carros alemanes que impresionan solamente con verlos. Dentro del carro estaba una pareja, no mayores de 40 años. Ambos estaban impecablemente vestidos, aunque no de etiqueta ni en traje de noche, pero se podía ver que venían de un compromiso social.

El hombre bajó la ventana y le preguntó si el problema se debía a falta de combustible. Como pasó con el taxista, cuando le explicó que lo que necesitaba era que alguien empujara, el hombre se excusó y se fue.

De nuevo solo, Pablo estaba sopesando sus pocas opciones, cuando vio que el carro nuevo regresaba. La pareja se bajó del carro, y le dijeron que lo iban a ayudar a empujar el taxi. La chica que iba en el carro lujoso tenía zapatos con tacos altos, pero igual, se dispuso a empujar.

Así, entre los tres, empujaron cerca de una cuadra, con la idea de que el taxi de Pablo avanzara de la calle cuesta arriba y saliera de ahí. Luego de un rato de esfuerzo conjunto, el hombre del carro lujoso le dijo a la chica que acercara su auto. Ya estaban un poco lejos y el carro estaba abierto.

Ella se fue y al poco rato llegó manejando el carro. Ya en ese momento, el taxi de Pablo había alcanzado un punto en el que el camino era cuesta abajo y él podía arreglárselas solo. Pablo les agradeció sinceramente. La pareja se despidió. Se dieron la mano y de nuevo se quedó solo.

Empujó el carro, que esta vez arrancó sin problemas.

"¿Sabe qué creo?", me dijo Pablo al terminar su historia. "Que esa pareja eran dos ángeles que llegaron a ayudarme en un momento sumamente difícil. Yo antes creía que la gente de plata era déspota, egoísta. Pero, ¿ya ve? El que yo pensaba que me iba a ayudar, el otro taxista, me dejó solo sin importarle nada. Y la pareja que me ayudó, a ellos no les importó ensuciar sus elegantes ropas ni arriesgarse en medio de la noche para ayudar a un desconocido. Desde ahí, aprendí a no juzgar a nadie por si tiene o no plata".

Le dije a Pablo que coincidía con su apreciación. Y así es.
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Esta es una historia que me parece que vale la pena compartir.



lunes, 20 de abril de 2015

Esos ojos azules

Mañana de verano, un día nada especial. O un día común y corriente que tuvo un fugaz segundo que lo tornó especial y diferente.

Vas caminando por la avenida más miraflorina de todas. Es lo suficientemente temprano como para que muchas tiendas todavía no hayan empezado a atender al público, pero lo suficientemente tarde como para que los cafés estén rebosando de gente que ya no busca tomar desayuno sino un poco de charla y tertulia premeridiana.

Las personas leen el periódico, conversan entre ellas, hablan por teléfono, miran a los transeúntes pasar. Es relajante ver a tanta gente que puede vivir sin estar sujeta a la tiranía de un reloj.

De repente, al pasar por un café famoso por sus churros que tiene mesas y sillas en la vereda, te chocas casi con un grupo de cuatro señores sentados en una de esas mesas que están en la vereda. Todos peinan canas, algunas muy ralas. Calculas que tienen siete décadas. Los captas en el preciso instante en que en su mesa solamente se escucha un silencio que los ha dejado reflexionando. Sin duda, un ángel pasaba en ese momento.

Y entonces, uno de ellos te mira, clava en tu pupila su pupila azul. Azul intenso, un tono de cian pocas veces visto en vivo y en directo. ¿Cuánto dura ese instante? Tal vez menos de lo que toma el aleteo de un ave, pero en tu mente queda grabado para siempre. Ni siquiera recuerdas la cara que esos ojos intensos azules tienen alrededor.

¡Lo que habrán visto esos ojos!, dices para tus adentros, a la vez que sin pensarlo, sin darte cuenta, en una acción casi instintiva, retiras la vista. Cuando la regresas, ahora sí con disposición de captar esa mirada memorable pero temiendo que se dirigiera a otro lado, te vuelves a topar con esos ojos tan infinitamente azules.

Ya no desvías la mirada, simplemente el avance de tu caminar hace que quede atrás. No te animas a voltear una vez que has pasado de largo. El ángel que pasó por la mesa ya se fue, regresan las voces, la conversación con tono callado y bajo se reanuda.

Un momento imperceptible, un azul intenso, una fugaz coincidencia de miradas de dos desconocidos convirtieron una mañana de verano común y corriente en un instante totalmente memorable.
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Hablando de ojos azules, hace poco vi el episodio final de White collar, una de mis series favoritas. De un desconcertante momento pasa a un final que deja muchas interrogantes. Como para preguntarse si tienen planeado un regreso. Total, con la televisión nunca se sabe. Por lo pronto, adiós a Neal Caffrey, su sombrero, su elegancia y su asombrosa manera de salir de los aprietos... sin perder el estilo.

viernes, 10 de abril de 2015

Así vale la pena reclamar

Hace poco más de un mes, compré un producto que se vende en frascos en un supermercado al que voy con mucha frecuencia. Escogí uno, lo metí al carrito de compras y pagué.

Al llegar a la casa, tomé el frasco con la intención de usarlo de inmediato. Pero casi me quedé con la mera intención pues abrir el frasco fue casi una misión imposible. Tenía una tapa de metal, de esas que tienen un anillo unido a la tapa con diminutas extensiones de metal que, se supone, debe ceder cuando uno le da la vuelta.

Pero no fue el caso esta vez, pues la tapa giraba con todo lo que hacía imposible abrirla. Con la ayuda de un cuchillo logré separar las diminutas extensiones de metal y, finalmente pude abrir el frasco y disfrutar su contenido.

Al volver a cerrarlo para guardarlo, noté que la acción del cuchillo había dejado unas peligrosas puntas mínimas con las que hubiera sido muy fácil hacerse un corte la siguiente vez que se abriera el frasco.

Fue ahí que pensé: si esta marca tiene una página web desde donde pueda comunicarme con ellos, les voy a contar lo que me acaba de pasar para que tengan más cuidado. Busqué, tenían página web propia, no un molestoso apéndice en una red social. Tenían la palabra CONTÁCTANOS así que procedí según lo planeado.

Me olvidé del asunto por apenas 15 minutos, que fue lo que demoró en llegar una respuesta. Una muy amable respuesta, por cierto. Me pedían disculpas por el inconveniente y se ofrecían a reponerme un frasco de igual presentación que el que yo había comprado. Le di mi dirección y fijamos una hora al día siguiente para que me llevaran lo ofrecido.

En medio de mis dudas y un gran escepticismo, al día siguiente, a la hora señalada, sonó el timbre de mi casa. ¿Serán ellos? Pues sí, eran.

Un señor muy amable me reiteró las disculpas ya ofrecidas por escrito. Le enseñé el frasco y cómo había quedado luego de todo lo que fue necesario hacer para abrirlo. Me dijo que se lo iba a llevar y me enseñó lo que tenía para entregarme: un frasco del mismo producto que yo había comprado el día anterior y otro más de una presentación más refinada.

Le agradecí el detalle y me dijo que más bien me agradecía a mí y que iba a verificar otras botellas del mismo lote. Nos despedimos y se fue.

Este nuevo frasco se abrió muy fácil, como debe ser.

Al día siguiente recibí otra llamada. Era para preguntarme en dónde había comprado el frasco que había devuelto. "Es para determinar el lote exacto", me explicaron. Se lo dije, y fue el final de la conversación. Y de todo el incidente.

Así vale la pena reclamar.

viernes, 3 de abril de 2015

Formando gente responsable

Publico otro relato prestado, esta vez sobre las tareas del colegio, ahora que estamos en inicio de año escolar por estos lares. Quien escribió esto casi no tuvo ayuda en sus tareas de colegio. Aprendió y se convirtió en una persona súper responsable, y además en sus tiempos escolares, todos los años ocupó el primer puesto de su salón. Ahora enseña a universitarios en sus primeros años de carrera. Sabe de lo que habla.

Yo personalmente no entiendo a los profesores que califican con mejores notas los trabajos donde es evidente la mano del padre del alumno. ¿Qué mensaje se les da a los alumnos que trabajaron solos y sin ayuda?
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Para mí el colegio, y me refiero a los primeros años de primaria, es un proceso personal: cada grado trae retos nuevos y el niño los asume, irremediablemente aprende.

Hay que supervisar ese proceso, por cierto, mientras supervisar signifique sembrar las ganas de saber. Pero con la distancia debida. Ni tan lejos ni tan cerca. ¿Cómo, si no, formamos gente responsable y segura? Después, cómo les cuesta la universidad.

Estoy pensando en los adultos que siguen ese proceso de aprendizaje, y me refiero a las tareas de sus hijos, como si fuera propio y lo contagian de ansiedad. También pienso en mis alumnos universitarios, en los que se quedan paralizados cuando ante dos caminos válidos les digo "decídelo tú". Hay que supervisar el aprendizaje de los niños, por cierto, mientras supervisar signifique alentar. Con confianza. No con estrés, no con el miedo de quien piensa: "pobrecito, no va a poder".