Hace algún tiempo, cerca del mediodía, caminaba por una angosta y muy típica calle de Miraflores. Había terminado de hacer alguna gestión y me dirigía hacia la avenida Larco. Esta calle está llena de pequeños restaurantes que en ese momento estaban prácticamente vacíos, pero que media hora más tarde con seguridad iban a estar llenos de hambrientos comensales, en su mayoría trabajadores de las oficinas cercanas.
Es costumbre en el Perú que este tipo de restaurantes pequeños ofrezcan lo que se ha dado en llamar menú. El menú consiste de una entrada, un plato principal y algo de tomar por un precio bastante módico, que puede oscilar entre cinco y seis soles (unos dos dólares más o menos). El sistema es muy simple: cada día, el restaurante prepara unas cuatro opciones de entrada y otras tantas de platos principales. Los clientes escogen entre las opciones y arman su almuerzo.
Caminaba por esta estrecha calle cuando se me acercó un hombre muy sucio, despeinado, mal vestido, con lo que quedaba de unos zapatos que conocieron mejores tiempos. Estirando la mano hacia mí, me dijo con voz lastimera:
- Dame algo para poder comer.
Casi sin mirarlo, le contesté con una negativa y seguí mi camino, pero me quedé con una sensación triste. Dos pasos después, me volteé y lo vi parado en el mismo lugar en que se detuvo para hacerme el pedido de ese algo para poder comer. Imaginé su hambre y tuve una idea.
Entré al restaurante que me quedaba más cerca, exactamente aquel en cuya puerta estaba parada. Le pregunte a la señora que atendía, presumiblemente la dueña del lugar, si tendría problema en que le dejara pagado un menú al hombre que se podía ver desde donde estábamos hablando. Me dijo que no, que podía pagarlo y que ella se encargaría de servirle lo que él escogiera.
Así que pagué y contenta de mi buena acción, salí y me acerqué al hombre, que seguía en el mismo sitio de minutos antes:
- Acabo de pagarle un menú con esta señora. Puede ir a comer a la hora que prefiera.
Hubiera esperado cualquier respuesta, menos la que salió de él:
- Mejor me hubieras dado la plata nomás.
Casi hace que se quiten las ganas de ayudar a quien pide porque de verdad tiene hambre.
Es costumbre en el Perú que este tipo de restaurantes pequeños ofrezcan lo que se ha dado en llamar menú. El menú consiste de una entrada, un plato principal y algo de tomar por un precio bastante módico, que puede oscilar entre cinco y seis soles (unos dos dólares más o menos). El sistema es muy simple: cada día, el restaurante prepara unas cuatro opciones de entrada y otras tantas de platos principales. Los clientes escogen entre las opciones y arman su almuerzo.
Caminaba por esta estrecha calle cuando se me acercó un hombre muy sucio, despeinado, mal vestido, con lo que quedaba de unos zapatos que conocieron mejores tiempos. Estirando la mano hacia mí, me dijo con voz lastimera:
- Dame algo para poder comer.
Casi sin mirarlo, le contesté con una negativa y seguí mi camino, pero me quedé con una sensación triste. Dos pasos después, me volteé y lo vi parado en el mismo lugar en que se detuvo para hacerme el pedido de ese algo para poder comer. Imaginé su hambre y tuve una idea.
Entré al restaurante que me quedaba más cerca, exactamente aquel en cuya puerta estaba parada. Le pregunte a la señora que atendía, presumiblemente la dueña del lugar, si tendría problema en que le dejara pagado un menú al hombre que se podía ver desde donde estábamos hablando. Me dijo que no, que podía pagarlo y que ella se encargaría de servirle lo que él escogiera.
Así que pagué y contenta de mi buena acción, salí y me acerqué al hombre, que seguía en el mismo sitio de minutos antes:
- Acabo de pagarle un menú con esta señora. Puede ir a comer a la hora que prefiera.
Hubiera esperado cualquier respuesta, menos la que salió de él:
- Mejor me hubieras dado la plata nomás.
Casi hace que se quiten las ganas de ayudar a quien pide porque de verdad tiene hambre.