Si pasamos todos los días a la misma hora por el mismo sitio, lo más probable es que veamos siempre a la misma gente haciendo lo mismo cada vez que los veamos.
En mi recorrido diario veo todas las mañanas a la señora que lleva a su nieto al colegio. Van caminando despacito los dos, el niño lleva una mochila colgada de la espalda y no para de hablar. La abuela carga la lonchera y parece escucharlo, por lo menos, se le ve atenta a cada palabra del niño. De vez en cuando asiente y eso le da cuerda al niño. Imagino que así es la caminata diaria de Marcela a su nido. Así eran las caminatas con Gonzalo cuando era chiquito.
Está la señora siempre apoyada de un murito que hay entre la pared de su casa y la calle. Fuma un cigarro y echa las cenizas a una taza blanca a la que le falta el asa. Mira a la gente pasar sin decir nada más que un ocasional saludo a una que otra persona.
Hay una pareja de señores a quienes la corrección política me obliga a llamar adultos mayores. Van de la mano, sin hablar mucho. El señor mira a todo aquel que se le cruza y hace un saludo con la cabeza mientras sonríe bondadosamente. Me hacen recordar a mis propios abuelos.
Estas son algunas de las personas que veo a diario en diferentes momentos del día. Se puede uno imaginar a dónde van y de dónde vienen todos ellos.
Todos menos uno.
En medio de toda esa colección de personas está el hombre del sombrero. De abrigo y sombrero. Parece extraído de la portada del Cementerio de Praga. Un anacronismo total, más enigmático aun porque es un hombre joven y porque siempre lo veo de noche. Camina en sentido contrario a mí, por lo que lo puedo mirar discretamente desde media cuadra de distancia. Pasa con la vista puesta al frente, jamás lo he visto mirar a los costados. Parece muy decidido. Su paso es muy decidido. Misterioso.
Richard Castle ya hubiera elaborado una serie de alucinantes explicaciones sobre este peculiar personaje: que es un viajero del tiempo, que es miembro de un grupo que rescata valores decimonónicos, que todos los días va a un fiesta de disfraces, que acaba de cometer un asesinato y está vestido así para despistar. Se me acaban las ideas, pero es que no tengo la imaginación que semanalmente suele desplegar Castle.
El hombre de abrigo y sombrero es decididamente intrigante.
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En mi recorrido diario veo todas las mañanas a la señora que lleva a su nieto al colegio. Van caminando despacito los dos, el niño lleva una mochila colgada de la espalda y no para de hablar. La abuela carga la lonchera y parece escucharlo, por lo menos, se le ve atenta a cada palabra del niño. De vez en cuando asiente y eso le da cuerda al niño. Imagino que así es la caminata diaria de Marcela a su nido. Así eran las caminatas con Gonzalo cuando era chiquito.
Está la señora siempre apoyada de un murito que hay entre la pared de su casa y la calle. Fuma un cigarro y echa las cenizas a una taza blanca a la que le falta el asa. Mira a la gente pasar sin decir nada más que un ocasional saludo a una que otra persona.
Hay una pareja de señores a quienes la corrección política me obliga a llamar adultos mayores. Van de la mano, sin hablar mucho. El señor mira a todo aquel que se le cruza y hace un saludo con la cabeza mientras sonríe bondadosamente. Me hacen recordar a mis propios abuelos.
Estas son algunas de las personas que veo a diario en diferentes momentos del día. Se puede uno imaginar a dónde van y de dónde vienen todos ellos.
Todos menos uno.
En medio de toda esa colección de personas está el hombre del sombrero. De abrigo y sombrero. Parece extraído de la portada del Cementerio de Praga. Un anacronismo total, más enigmático aun porque es un hombre joven y porque siempre lo veo de noche. Camina en sentido contrario a mí, por lo que lo puedo mirar discretamente desde media cuadra de distancia. Pasa con la vista puesta al frente, jamás lo he visto mirar a los costados. Parece muy decidido. Su paso es muy decidido. Misterioso.
Richard Castle ya hubiera elaborado una serie de alucinantes explicaciones sobre este peculiar personaje: que es un viajero del tiempo, que es miembro de un grupo que rescata valores decimonónicos, que todos los días va a un fiesta de disfraces, que acaba de cometer un asesinato y está vestido así para despistar. Se me acaban las ideas, pero es que no tengo la imaginación que semanalmente suele desplegar Castle.
El hombre de abrigo y sombrero es decididamente intrigante.
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Dicen que todos los peruanos somos embajadores del Perú. Si me conceden un pasaporte diplomático, gustosa cumplo el servicio de manera voluntaria. Pongo en conocimiento de quien corresponda que me pueden contactar por medio de este blog.