Hace muy poco tiempo pasé unos días en Estados Unidos. Estuve en varios lugares de Florida y también visité Atlanta. Este relato ocurrió en esa ciudad, en la fría temporada de invierno que viven nuestros amigos del norte del continente.
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Para mí, Atlanta era la imagen de la casa de la tía Pittypat de
Lo que el viento se llevó. Era la ciudad desde donde transmite el líder mundial de noticias. La sede de la gaseosa más famosa del mundo. Una de las muchas sedes olímpicas. Pero nada de eso me impresionó tanto como Mike.
Mi amiga M y yo llegamos una fría mañana de sábado. S, quien nos acogió en su casa dos de los cinco días que pasamos allá, fue a buscarnos al aeropuerto. Fue ella también quien nos ayudó a escoger un hotel para el resto de los días en Atlanta.
Luego de analizar varias opciones en Internet, finalmente escogimos un hotel. Fue una muy buena oferta, aceptada un poco a ciegas y con cierto temor. Así fue que M y yo terminamos registradas en un cómodo hotel de una enorme cadena internacional que queda frente al estadio de los Bravos de Atlanta. El estadio fue construido con motivo de las Olimpiadas de 1996 y desde una de las ventanas se podía ver claramente el lugar desde donde la llama olímpica flameó en esa oportunidad. Sé que la foto no es totalmente clara, pero puede servir para hacerse una idea. Además si hacen click en la foto la podrán ver más grande.
Entre las ventajas que tiene este hotel está un servicio de transporte gratuito para huéspedes que abarca poco menos de 5 kilómetros alrededor del hotel. Dentro de esos límites están casi todos los atractivos de Atlanta que queríamos ver.
Voy a hacer corto un cuento largo. La primera mañana, un chofer joven nos dejó en una zona cercana al Centennial Park. Los pronósticos decían que llovería al día siguiente, así que aprovecharíamos ese soleado día para pasear cuanto pudiéramos por ahí.
Al bajar de la camioneta, el chofer nos dio un número de teléfono al que había que llamar cuando quisiéramos que nos recogieran.
Luego de horas de caminata, de fotos, de semáforos, de aguas danzarinas, de poca gente en la calle y cuando casi se hacía de noche, decidimos llamar para que fueran a buscarnos. M llamó desde su teléfono, y le dijo a quien contestó que estábamos dentro de otro hotel de esa misma cadena. El chofer le dijo que esperáramos dentro del hotel, que él ya llegaría por ahí.
Cosa curiosa: mientras esperábamos cómodas y abrigadas en el lobby del hotel, escuché el inconfundible modo de hablar limeño en un grupo de huéspedes que decidían a dónde ir a comer. Peruanos hay en todas partes.
Luego de algunos minutos de espera, hizo su entrada Big Sam. Tuve delante de mí a ese fiel empleado de la familia Wilkes que termina trabajando con Scarlett cuando todo su mundo ha llegado a su fin. Era exactamente como lo he imaginado toda la vida: enorme, fuerte, sonriente, de edad incierta y, sobre todo, infinitamente amable.
Nos preguntó si nosotras éramos sus pasajeras. Cuando le dijimos que si, nos invitó a subir a la camioneta con un gesto del brazo. Una vez dentro, nos contó que su demora había sido causada por su pasajero anterior. Tenía ese hablar cantarín que solamente había escuchado en el cine y remataba cada frase con un cordialísimo
yes, ma'am que creo que nunca olvidaré.
Mientras manejaba, cosa que hacía con una extraordinaria pericia que no sé si resistiría el manejar agresivo de Lima, contestaba las llamadas de otros pasajeros y a todos les decía cuánto tiempo estimaba que le tomaría llegar. Siempre terminaba sus frases con un
yes ma'am o un
yes sir, según el caso. Hubo una
ma'am que lo llamó hasta 5 veces para hacerle la misma pregunta (tal vez debería decir el mismo reclamo airado), y todas las veces la amabilidad de Mike fue admirable.
A la tarde siguiente, volvió a recogernos de otro punto de la ciudad. Esta vez la camioneta venía con más gente, por lo que fue poco lo que pudimos conversar con él.
En ambas ocasiones en que fuimos sus pasajeras, nos mostró con orgullo
Georgia Tech. Lo mencionó casi con cariño al pasar por fuera de las instalaciones, al punto que me hizo pensar que quizá hubiera querido ser parte del alumnado, pero no había sido posible.
Al bajar de la camioneta esa segunda noche lo despedí con nostalgia. Sabía que sería la última vez que vería a Big Sam. Con su sencillez, su sonrisa y su amabilidad hizo de Atlanta una experiencia inolvidable.
Yes sir.