domingo, 24 de diciembre de 2017

Crónicas de viaje: Compartir turrón de doña Pepa en Colombo

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Publicado originalmente en el sitio web de la reunión de Global Voices en Colombo, y traducido para Global Voices en Español.

Era la noche del miércoles 29 de noviembre, y muchos de los colaboradores de Global Voices estábamos en la recepción del hotel Mount Lavinia, pues habíamos acordado ir a cenar en algún restaurante cercano al hotel. Estaba con ganas de ir, pese a que estaba cansada y seguía con desfase horario.

Dos días antes, había llegado a Colombo después de viajar más de 36 horas desde Lima, mi ciudad en el Perú. Había sido una larga travesía, cuyo mayor tramo fue un vuelo de 15 horas desde Sao Paulo hasta Dubái. Eran muchas las emociones que se mezclaban dentro de mí, emociones que se intensificaban a medida que se acercaba la fecha de la partida. Había entusiasmo y alegría que animaban mi espíritu, y también curiosidad sobre cómo se sobrevive a un vuelo de 15 horas.

Siempre con ganas de compartir sabores de mi país con mis compañeros de Global Voices, llevé postres peruanos. Tenía mazamorra morada y chicha morada para mi viajera secreta y también para algunos amigos. Y por primera vez, también llevé una caja de turrón de doña Pepa para compartir con tantos colaboradores de Global Voices como fuera posible. 

Tradicionalmente, el turrón de doña Pepa se conseguía solamente en octubre, mes relacionado con el Señor de los Milagros y sus procesiones alrededor del Centro Histórico de Lima. Sin embargo, ahora se puede comprar turrón todo el año y no es necesario esperar un mes especial para disfrutarlo.

El turrón viene en un bloque. En este caso, era un bloque de 250 gramos que debía cortarse en pequeños pedazos para comer fácilmente. Así que llevé el turrón con su empaque original y fui al restaurante para pedir un cuchillo. El administrador me lanzó la mirada más extrañada... pero todo se aclaró cuando le mostré el turrón y le conté de mis verdaderas intenciones.

El propio administrador buscó el cuchillo y fue lo suficiente amable y atento como para cortar el turrón en trozos que se pudieran comer de un bocado. Mientras estaba enfrascado en la tarea, le expliqué qué era lo que tenía en frente y le insistí en que se quedara con un pedazo para que lo probara.

Con mi turrón repartido en dos platos, fui a la recepción y empecé a ofrecérselo a los demás que estaban ahí. Todos mostraron curiosidad, pero me di cuenta de que, tras probar un trozo, a algunos les gustó el sabor más que a otros.

Tres compañeros de Global Voices me preguntaron por qué no había llevado cebiche. El cebiche es el plato bandera de la cocina peruana, y los peruanos estamos antipáticamente orgullosos de nuestra cocina, así que mi orgullo nacional me hizo sonreír: "Esta vez no hay cebiche, chicos. Pero prueben un poco de turrón".

Después de 15 minutos, ya no quedaba turrón. En los platos solamente quedaban migas. Lamentablemente, no tomé fotos del momento. Échenle la culpa al cansancio y la diferencia horaria.

Entre las risas y las explicaciones de lo que estaba ofreciendo, tuve la maravillosa sensación de que compartía un pedacito de mi país con personas de casi todos los rincones del mundo. Y esa es una de las cosas que me fascina de esta maravillosa comunidad: lo enriquecedor que es compartir un momento, un trocito de mi rincón del mundo con alguien que, a la vez, comparte conmigo un trocito de su rincón del mundo en un infinito proceso de aprendizaje.

¡Realmente somos globales!
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¡Feliz Navidad a mis lectores!


lunes, 11 de diciembre de 2017

Crónicas de viaje: Ver llover en Colombo

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- ¿A dónde viajas?
- A Sri Lanka.
- ¿¡A dónde!?

De ahí venía la explicación, que Sri Lanka es una isla en forma de gota al este de India. Creo que nadie nunca antes había oído la expresión "lágrima de la India".

Debo haber escuchado esas preguntas más de 50 veces en los últimos dos meses cuando en la conversación surgía el asunto de mi viaje. Y es que la última reunión de Global Voices se llevó a cabo en Colombo, capital de Sri Lanka.

Como suele ser con estos viajes, los preparativos fueron casi tan emocionantes como el viaje mismo. Lo que más opacaba la emoción era la cantidad de horas que debía pasar en un avión: en total, 25 horas, sin contar las esperas en tres aeropuertos. El tramo más largo era de 15 horas... entre Sao Paulo y Dubái.

Finalmente, llegamos a una ciudad que nos recibió llena de verde. Digo llegamos porque el grupo de iba nutriendo en cada parada. De Lima partí sola, en Sao Paulo me encontré con Victoria y en Dubái ya éramos más de diez. A Colombo nuestro avión llegó casi junto a otro procedente de Doha, con otra parte del grupo. Así que en el aeropuerto internacional de Bandaranaike éramos un grupo muy nutrido que partió en tres camionetas rumbo al hotel.

En la tarde de la llegada, Janine, Tadeo y yo fuimos a una tienda de artesanías. En realidad, los tres andábamos como zombies, veníamos viajando desde el sábado y ya era lunes. Hechas las compras, regresamos al hotel. Todavía no anochecía y Janine y yo, que compartíamos la habitación, ya estábamos durmiendo como si fuera medianoche.

Ni cuenta nos dimos de la lluvia que empezó esa noche. Que empezó esa noche y no paró en toda la semana que estuvimos por ahí.

Es rara la sensación de lluvia para mí, que vivo en una ciudad asentada en un desierto donde la lluvia son gotas mínimas que no echan a perder los planes de nadie. Ahora ya puedo decir que sé cómo es oír llover.

El hotel elegido estaba al lado de la playa, a la que nadie pudo ir porque no paró de llover. Desde mi ventana, veía el mar encrespado por el viento que acompañaba la constante precipitación. El Índico ante mis ojos, tan cerca y a la vez tan lejos.

Así transcurrió esa inolvidable semana, entre reuniones, risas, encuentros, conversaciones y mucha camaradería. Y lluvia, mucha lluvia. Supe que al día siguiente de mi partida, que fue de noche, salió el sol.

Tuve que recorrer casi medio mundo para ver llover. Valió la pena toda la aventura.