martes, 27 de enero de 2015

Aprendiendo a extrañar

La niña tiene seis años y vive con sus papás, sus hermanos y su tía bisabuela. Es "su" tía, pero debe compartirla con muchas personas pues casi todo el mundo le dice tía, sobrinos y no sobrinos por igual.

La casa en la que viven tiene un orden establecido y, como casi todas las casas, ese orden funciona como un reloj. Claro está que la niña no es consciente de nada de eso. A los seis años las prioridades no tienen nada que ver con el orden con que funcionan las cosas en una casa.

Un día, la niña supo que la tía bisabuela estaría ausente un breve tiempo. Se iría a la ciudad en la que vivió algunos años atrás a visitar a dos de sus hermanas a las que no veía casi desde que se fue a vivir a otra ciudad. Es cierto que están en permanente contacto, pero una carta de vez en cuando no es suficiente. Las llamadas telefónicas están reservadas para las emergencias y las malas noticias, así que era mejor que no llegaran.

No le dio mayor importancia al anuncio del viaje de la tía bisabuela. Si bien formaba parte de su mundo y su entorno inmediato, no era algo que tuviera presente. Al menos no de manera consciente.

Llegó el día en que la tía bisabuela partió. Serian solamente dos semanas muy cortitas, dijo la tía al despedirse de sus sobrinos bisnietos. Prometió que traería regalos y cosas ricas a su regreso.

Se cerró la puerta, y aparentemente la vida en la casa retomó su ritmo como si nadie faltara.

Así lo pareció hasta esa noche, la primera noche del viaje de la tía bisabuela. La primera noche sin la tía bisabuela en la casa, por primera vez desde que la niña pudiera recordar.

Cuando se fue a dormir esa noche, la primera sin la tía bisabuela en la casa, la niña percibió algo raro en su mesa de noche. Algo estaba diferente. Le tomó muy poquito tiempo darse cuenta de que algo faltaba.

No estaba el habitual vaso de agua que todos días la tía bisabuela se daba el trabajo de llevar desde la cocina, "por si se despiertan con sed durante la noche". Eso era lo que faltaba. Su lugar estaba ocupado por un inusual vacío. Eso se repitió durante las dos larguísimas semanas que duró la ausencia de la tía bisabuela.

Así fue como la niña aprendió a extrañar. Fue tal vez un entrenamiento para lo que se venía en el futuro.

lunes, 12 de enero de 2015

Tres niños geniales

Ya dejó de ser niña, pero sin duda sigue siendo genial. Es una chica vivaz, siempre está con la sonrisa pícara en los ojos. Su alegría es desbordante.

Cuando tenía tres años, la abuela paterna la invitaba constantemente a dormir a su casa. La nieta no recibía la invitación de la manera esperada, no saltaba de felicidad por quedarse a dormir en casa de la abuela que, sin duda, le permitiría quedarse despierta hasta tarde, todo lo contrario a como eran las cosas en su casa.

La abuela seguía invitándola, la niña seguía quedándose callada al oír la invitación. Hasta que llegó el día en que la reiterada invitación tuvo una respuesta genial:
- Abuelita, me voy a quedar a dormir en tu casa cuando me crezca el pelo.

Su melena ensortijada demoraba tanto en crecer que dudo que alguna vez la abuela haya visto cumplido su deseo.

El niño también ya dejó de serlo. Es legalmente adulto desde hace más de dos años. Pero sigue siendo genial.

Por alguna razón que no puede explicar por más que lo piense, nunca le ha gustado el puré de papas. Dice su mamá que cuando estaba embarazada, lo único que le daba ganas de comer era puré de papas. Tal vez comió tanto en esos meses que el niño se hartó, es la explicación de su mamá.

Ya estaba cansado de decir que no le gusta el puré de papas. Cuando daba esa respuesta, siempre le replicaban "cómo que no te gusta, si te gusta la leche y te gusta la papa, TIENE que gustarte el puré de papas". Pero no, no le gusta. Tampoco le gusta que le insistan con que TIENE que gustarle.

Hasta que se le ocurrió una respuesta genial:
- No gracias, no puedo comer puré de papás porque me da alergia.

Santo remedio. Nadie puede objetar una alergia como razón para no comer algo. Dice que hasta ahora no come puré de papas.

La otra niña tiene siete años; sigue siendo una niña. Tiene la sonrisa a flor de labios y hay que estar casi ordenándole que deje de hacer cabriolas, que esté quieta. También es genial y sin duda lo será siempre.

Es Nochebuena, y la niña va en un carro con muchas de las personas con las que se recibirá esa Navidad. Son casi las diez de la noche. Las calles están llenas de gente, de carros, de luces y adornos. En contraste, las tiendas están cerradas, a oscuras, vacías. Es mal momento para necesitar algo, casi con seguridad no se encontrará un lugar donde comprar nada.

El carro donde va la niña se detiene por la luz roja de un semáforo justo al lado de una pequeña tienda de barrio, de esas que en el Perú se conocen como bodegas. Es una de las pocas tiendas abiertas que han visto en el camino y tiene a dos o tres compradores adentro.

Uno de los adultos que va en el carro dice:
- Esa tienda se va a forrar.

Después de breves segundos de pausa, la niña responde con tono genial:
- Tampoco es para tanto, ah.

Todos los demás se echan a reír. Pues sí, no era para tanto.

domingo, 4 de enero de 2015

Un pato en el carro

Esta historia tiene tres escenarios que se deben mencionar al comienzo: un hijo que va de visita a casa de sus padres una mañana; una nieta de diez años que tiene una actuación en el colegio y una pareja de abuelos que no se pierde ninguna actuación de ninguno de sus cinco nietos.

El hijo sale de la casa de sus padres, los abuelos, rumbo al colegio de su hija, la nieta de diez años. En su afán de llegar a tiempo, no se da cuenta de que dejó el celular en casa de sus padres. Su hermana sí repara en el olvido y le entrega el teléfono a sus padres para que se lo entreguen a su dueño. Total, todos van a la misma actuación en el mismo colegio.

Una vez que el padre y los abuelos de la niña han partido por separado, suena el teléfono de la casa de los abuelos. Contesta la hermana, la llamada es de una profesora del colegio a donde se dirigen todos los que partieron un poco antes. El mensaje es que la niña se ha confundido, la actuación no era ese día sino una semana más tarde.

La hermana empieza a llamar al celular de su papá, pero lo encuentra apagado. Insiste, insiste varias veces. No tiene éxito. Entonces recuerda el celular que su hermano olvidó en su prisa por salir para llegar a tiempo y que entregó a su papá.

Ya lejos de la casa, los abuelos van conversando tranquilamente en el carro. Comentan diversos asuntos, sobre la actuación que están a punto de ver, sobre la Navidad que está a la vuelta de la esquina, de una celebración familiar muy importante para todos. Cuando en eso, para espanto de la pareja, un pato comienza a graznar. El sonido es muy fuerte, se siente muy cerca:
- ¡Ay! Un pato se ha metido al carro -dice ella.
- No, debe ser un sonido que viene de afuera -la tranquiliza él, aunque no muy convencido.

Después de un momento, el pato se calla. La calma regresa al auto. Los comentarios triviales también.

Mientras tanto, en la casa, la hermana reitera llamadas tanto al celular de su papá como el de su hermano. En uno, contesta la grabadora. En el otro, el teléfono timbra y timbra pero nadie contesta.

De vuelta en el carro, el misterioso pato grazna y grazna con insistencia intermitente, grazna tres o cuatro veces y se calla, en un ciclo repetido una y otra vez. Como los abuelos viven en una zona con muchas áreas verdes, no es raro que ciertos animales se metan en los autos. Animales como gatos, perros, tal vez hasta ratas y ratones, pero nunca un pato.

Se deciden a parar un momento, buscan dentro del carro, sin mucho esmero. En realidad, lo último que quieren es tener al pato frente a frente.

Retoman la marcha con cierta inquietud y llegan finalmente al colegio de la nieta. Al bajarse del auto, el pato vuelve a graznar. Se miran sin saber qué decir, ya no puede ser que un pato se haya metido al auto pues están en tierra firme y no se ve ningún ave cerca. En ese preciso instante, una profesora les da el encuentro y les comunica que la actuación no era ese día sino una semana más tarde.

El pato vuelve a sonar. Esta vez no queda duda de que el graznido sale del bolsillo del abuelo. El misterio ha quedado resuelto: el inubicable pato es el singular timbrado del celular que su hijo dejó olvidado en su apuro por llegar a tiempo a una actuación a la que todos terminaron llegando excesivamente temprano.

Esta pareja de abuelos cariñosos, que no se pierde ninguna actuación de sus cinco nietos a los que adoran, está a punto de cumplir 50 años de casados. Bodas de Oro. Los conozco prácticamente de toda la vida. Los quiero mucho, a ellos, a sus hijos, a los nietos y a toda la enorme y maravillosa familia que los rodea. Son parte de mi propia familia y con este relato publicado con permiso de uno de sus hijos quiero hacerles llegar mis mejores saludos por esa vida juntos y mi agradecimiento por todo, sobre todo por su infinito cariño.

Ellos saben por qué lo digo.
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Esta es la primera entrada de 2015. Veremos qué nos trae el nuevo año en historias para contar y leer.