En este blog no hablo de política. Ni tangencialmente. Esta vez hago una excepción y trato de política. Tangencialmente. Reproduzco mi más reciente artículo para la sección The Bridge de Global Voices Online.
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En ese tiempo en el Perú, el terror y el miedo eran parte de nuestra vida diaria.
Acababa de terminar mis estudios universitarios de Derecho en Lima. Era finales de 1993 y mi querido Perú se recuperaba de 12 años de conflicto interno que había cobrado decenas de miles de vidas.
La Navidad se acercaba y decidí que era el momento de mi primer viaje al extranjero para visitar a una querida tía.
La hermana mayor de mi mamá se había mudado a Venezuela a finales de los años 50. Se casó en Caracas y se instaló en esa ciudad con su esposo y sus dos hijos. Después de que mi primo menor muriera en un accidente automovilístico, mi madre y su hermana fortalececieron su vínculo aunque nunca permitieron que la distancia les impidiera estar en contacto.
Cuando salí del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía, me sentí instáneamente impactada por lo diferente que era todo, comparado con Lima.
Caracas era una resplandeciente ciudad moderna, con altos edificios, carreteras, pasos elevados y pistas recientemente repavimentadas.
Parecía que todos los autos acababan de salir de la línea de ensamblaje, lustrosos y espléndidos como eran. En el Perú recién nos estábamos acostumbrando a los autos nuevos, después de que una hiperinflación descontrolada nos había hecho multimillonarios a todos con un poder adquisitivo casi nulo.
Los carteles en las calles se veían como si los hubieran pintado el día anterior.
Se podía sentir progreso por donde mirara, y esto era solamente en el camino desde el aeropuerto a la casa de mi tía. Una lluvia, de las que llaman "palo de agua", me dio la bienvenida a esta aventura, algo a lo que los limeños no estamos acostumbrados para nada.
Al día siguiente empecé a recorrer la ciudad. No me sentía como una forastera total. Mi generación creció viendo telenovelas venezolanas, así que algunos nombres me eran conocidos: Chacao, Chacaíto, la Virgen de Chiquingirá. Igual lo era ese hablar cadencioso que noté que me seguía por todas partes después de unos pocos días.
Durante una visita a un museo, vi a un hombre que miraba una lista de batallas donde participó Simón Bolívar, el libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Estaban los nombres de las batallas sin indicación del lugar donde ocurrieron, y me paré al lado de este turista y empecé con la lección aprendida hacía años en el colegio: Carabobo, Venezuela; Boyacá, Bogotá, Pichincha, Ecuador; y Junín y Ayacucho, Perú (país de esta servidora).
En ese viaje, en una visita a una playa cuyo nombre he olvidado, mis pies tocaron por primera vez el Atlántico. Le debo eso a Venezuela también.
Pero lo que más me impresionó fue la libertad que la gente tenía, que simplemente vivía su vida. Podíamos entrar a cualquier edificio y no había un oficial del Ejército esperando para revisar nuestros bolsos y pertenencias. No había detectores de metales ni máquinas especiales por las que debíamos pasar a la entrada de centros comerciales o museos o cualquier lugar, para tal caso.
Hasta caminé por delante de edificios del gobierno y ministerios, como si fuera lo más normal del mundo. Nadie me dijo que no caminara por ahí, nadie revisó mis documentos, ni nadie me hizo sentir que había algo que temer.
Es por eso que siento mucha tristeza por las recientes noticias e imágenes que han estado llegando de Venezuela.
Los venezolanos están sufriendo. Los venezolanos están llorando. Los venezolanos están de duelo.
Los manifestantes están pidiendo libertad y que se respeten sus derechos. Los jóvenes están muriendo en las calles, mientras la policía y partidarios del gobierno combaten a los manifestantes. Los hermanos están luchando con hermanos.
Prefiero recordar a la Venezuela que conocí en 1993. Alegre música caribeña mezclada con tradicionales canciones navideñas me acompañaban por donde iba. Caras sonrientes me saludaban, la gente me acogía con palabras amables y los brazos abiertos, en cuanto sabían que era peruana. Venezuela, siempre estarás en mi corazón.
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En ese tiempo en el Perú, el terror y el miedo eran parte de nuestra vida diaria.
Acababa de terminar mis estudios universitarios de Derecho en Lima. Era finales de 1993 y mi querido Perú se recuperaba de 12 años de conflicto interno que había cobrado decenas de miles de vidas.
La Navidad se acercaba y decidí que era el momento de mi primer viaje al extranjero para visitar a una querida tía.
La hermana mayor de mi mamá se había mudado a Venezuela a finales de los años 50. Se casó en Caracas y se instaló en esa ciudad con su esposo y sus dos hijos. Después de que mi primo menor muriera en un accidente automovilístico, mi madre y su hermana fortalececieron su vínculo aunque nunca permitieron que la distancia les impidiera estar en contacto.
Cuando salí del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía, me sentí instáneamente impactada por lo diferente que era todo, comparado con Lima.
Caracas era una resplandeciente ciudad moderna, con altos edificios, carreteras, pasos elevados y pistas recientemente repavimentadas.
Parecía que todos los autos acababan de salir de la línea de ensamblaje, lustrosos y espléndidos como eran. En el Perú recién nos estábamos acostumbrando a los autos nuevos, después de que una hiperinflación descontrolada nos había hecho multimillonarios a todos con un poder adquisitivo casi nulo.
Los carteles en las calles se veían como si los hubieran pintado el día anterior.
Se podía sentir progreso por donde mirara, y esto era solamente en el camino desde el aeropuerto a la casa de mi tía. Una lluvia, de las que llaman "palo de agua", me dio la bienvenida a esta aventura, algo a lo que los limeños no estamos acostumbrados para nada.
Al día siguiente empecé a recorrer la ciudad. No me sentía como una forastera total. Mi generación creció viendo telenovelas venezolanas, así que algunos nombres me eran conocidos: Chacao, Chacaíto, la Virgen de Chiquingirá. Igual lo era ese hablar cadencioso que noté que me seguía por todas partes después de unos pocos días.
Durante una visita a un museo, vi a un hombre que miraba una lista de batallas donde participó Simón Bolívar, el libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Estaban los nombres de las batallas sin indicación del lugar donde ocurrieron, y me paré al lado de este turista y empecé con la lección aprendida hacía años en el colegio: Carabobo, Venezuela; Boyacá, Bogotá, Pichincha, Ecuador; y Junín y Ayacucho, Perú (país de esta servidora).
En ese viaje, en una visita a una playa cuyo nombre he olvidado, mis pies tocaron por primera vez el Atlántico. Le debo eso a Venezuela también.
Pero lo que más me impresionó fue la libertad que la gente tenía, que simplemente vivía su vida. Podíamos entrar a cualquier edificio y no había un oficial del Ejército esperando para revisar nuestros bolsos y pertenencias. No había detectores de metales ni máquinas especiales por las que debíamos pasar a la entrada de centros comerciales o museos o cualquier lugar, para tal caso.
Hasta caminé por delante de edificios del gobierno y ministerios, como si fuera lo más normal del mundo. Nadie me dijo que no caminara por ahí, nadie revisó mis documentos, ni nadie me hizo sentir que había algo que temer.
Es por eso que siento mucha tristeza por las recientes noticias e imágenes que han estado llegando de Venezuela.
Los venezolanos están sufriendo. Los venezolanos están llorando. Los venezolanos están de duelo.
Los manifestantes están pidiendo libertad y que se respeten sus derechos. Los jóvenes están muriendo en las calles, mientras la policía y partidarios del gobierno combaten a los manifestantes. Los hermanos están luchando con hermanos.
Prefiero recordar a la Venezuela que conocí en 1993. Alegre música caribeña mezclada con tradicionales canciones navideñas me acompañaban por donde iba. Caras sonrientes me saludaban, la gente me acogía con palabras amables y los brazos abiertos, en cuanto sabían que era peruana. Venezuela, siempre estarás en mi corazón.