miércoles, 26 de febrero de 2014

Venezuela en mi corazón

En este blog no hablo de política. Ni tangencialmente. Esta vez hago una excepción y trato de política. Tangencialmente. Reproduzco mi más reciente artículo para la sección The Bridge de Global Voices Online.
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En ese tiempo en el Perú, el terror y el miedo eran parte de nuestra vida diaria.

Acababa de terminar mis estudios universitarios de Derecho en Lima. Era finales de 1993 y mi querido Perú se recuperaba de 12 años de conflicto interno que había cobrado decenas de miles de vidas.

La Navidad se acercaba y decidí que era el momento de mi primer viaje al extranjero para visitar a una querida tía.

La hermana mayor de mi mamá se había mudado a Venezuela a finales de los años 50. Se casó en Caracas y se instaló en esa ciudad con su esposo y sus dos hijos. Después de que mi primo menor muriera en un accidente automovilístico, mi madre y su hermana fortalececieron su vínculo aunque nunca permitieron que la distancia les impidiera estar en contacto.

Cuando salí del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía, me sentí instáneamente impactada por lo diferente que era todo, comparado con Lima.

Caracas era una resplandeciente ciudad moderna, con altos edificios, carreteras, pasos elevados y pistas recientemente repavimentadas.

Parecía que todos los autos acababan de salir de la línea de ensamblaje, lustrosos y espléndidos como eran. En el Perú recién nos estábamos acostumbrando a los autos nuevos, después de que una hiperinflación descontrolada nos había hecho multimillonarios a todos con un poder adquisitivo casi nulo.

Los carteles en las calles se veían como si los hubieran pintado el día anterior.

Se podía sentir progreso por donde mirara, y esto era solamente en el camino desde el aeropuerto a la casa de mi tía. Una lluvia, de las que llaman "palo de agua", me dio la bienvenida a esta aventura, algo a lo que los limeños no estamos acostumbrados para nada.

Al día siguiente empecé a recorrer la ciudad. No me sentía como una forastera total. Mi generación creció viendo telenovelas venezolanas, así que algunos nombres me eran conocidos: Chacao, Chacaíto, la Virgen de Chiquingirá. Igual lo era ese hablar cadencioso que noté que me seguía por todas partes después de unos pocos días. 

Durante una visita a un museo, vi a un hombre que miraba una lista de batallas donde participó Simón Bolívar, el libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Estaban los nombres de las batallas sin indicación del lugar donde ocurrieron, y me paré al lado de este turista y empecé con la lección aprendida hacía años en el colegio: Carabobo, Venezuela; Boyacá, Bogotá, Pichincha, Ecuador; y Junín y Ayacucho, Perú (país de esta servidora).

En ese viaje, en una visita a una playa cuyo nombre he olvidado, mis pies tocaron por primera vez el Atlántico. Le debo eso a Venezuela también.

Pero lo que más me impresionó fue la libertad que la gente tenía, que simplemente vivía su vida. Podíamos entrar a cualquier edificio y no había un oficial del Ejército esperando para revisar nuestros bolsos y pertenencias. No había detectores de metales ni máquinas especiales por las que debíamos pasar a la entrada de centros comerciales o museos o cualquier lugar, para tal caso.

Hasta caminé por delante de edificios del gobierno y ministerios, como si fuera lo más normal del mundo. Nadie me dijo que no caminara por ahí, nadie revisó mis documentos, ni nadie me hizo sentir que había algo que temer.

Es por eso que siento mucha tristeza por las recientes noticias e imágenes que han estado llegando de Venezuela.

Los venezolanos están sufriendo. Los venezolanos están llorando. Los venezolanos están de duelo.

Los manifestantes están pidiendo libertad y que se respeten sus derechos. Los jóvenes están muriendo en las calles, mientras la policía y partidarios del gobierno combaten a los manifestantes. Los hermanos están luchando con hermanos.

Prefiero recordar a la Venezuela que conocí en 1993. Alegre música caribeña mezclada con tradicionales canciones navideñas me acompañaban por donde iba. Caras sonrientes me saludaban, la gente me acogía con palabras amables y los brazos abiertos, en cuanto sabían que era peruana. Venezuela, siempre estarás en mi corazón.

jueves, 13 de febrero de 2014

Yo amo internet

En un tiempo no muy lejano, las gente se comunicaba con los que estaban lejos a través de la palabra escrita, casi siempre manuscrita, que plasmaba en papel especial (livianito, para no hacer el envío muy caro), que luego metía en un sobre para convertirlo en una carta, que después llevaba a la oficina de correos. Ya el correo se encargaba de hacer llegar esa carta a las manos del destinatario.

El remitente quedaba a la espera de una respuesta, que se haría siguiendo el mismo procedimiento. Una carta demoraba días, hasta semanas en llegar a su destino. Igual pasaba con la contestación. Así, las noticias, las buenas y las otras, recorrían un camino lento, tortuoso y a veces incierto.

De todas maneras, en mis años de usar ese sistema de comunicación mis cartas siempre llegaron a su destino y siempre recibí las cartas que me mandaron.

Hasta que llegó internet. Y nunca más las noticias tardaron semanas en llegar. Ahora toman segundos. A veces, las respuestas toman la misma cantidad de segundos. No importa dónde estén destinatario y remitente, la comunicación pasó a ser inmediata casi en su totalidad.

Los abuelos pueden conocer a los nietos que nacen en países lejanos el mismo día en que nacen. Los que se quieren pueden mandarse mensajes cariñosos viéndose a la cara, aunque tengan un océano de por medio. Los negocios se pueden cerrar casi sin necesidad de viajar horas enteras en aviones y de hacer escalas. Los alumnos pueden tomar clases sin salir de casa y sin perder horas en trasladarse de un punto a otro. Se puede ir al banco solamente mirando una pantalla que casi se ha vuelto mágica.

¿Por qué amo internet? Porque nos comunica, nos conecta, nos contacta, nos acerca y más con apenas un clic. Y porque además permite que la magia del correo real siga existiendo, espero que por mucho tiempo.
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Esta entrada forma parte del festival de blogs de Global Voices.


jueves, 6 de febrero de 2014

Cuestión de perspectiva

Dije en cuestión
- ¿De verdad somos el Primo Grande y yo?
- Sí, claro ─le contestas a la Niña, que muy atenta mira el dije que te regaló en Navidad una persona querida.
- Pero el Primo Grande y yo no somos del mismo tamaño.
- No, pero como yo los quiero igual, en mi corazón son del mismo tamaño.

La Niña escucha la explicación y por la expresión de su cara, sospechas que no ha quedado del todo satisfecha. Aun así, no hace más preguntas. Al menos, por el momento.

Algunos días después, estás con el Primo Grande y la Niña y la oyes preguntarle:
- ¿Has visto que acá estamos los dos, pero del mismo tamaño?
- Sí, pero solamente parece que somos del mismo tamaño. En verdad lo que pasa es que yo estoy más atrás que tú. Es una cuestión de perspectiva.

Es la explicación del Primo Grande. Quizá recuerda los tiempos en que las preguntas las hacía él, o quizá sea que tampoco le gusta que las preguntas infantiles queden sin respuesta. Como sea, la Niña lo mira con cara de curiosidad enorme:
- ¿Qué es pers..., pers...?
- Perspectiva. Es que cuando las cosas están lejos parece que son más chicas de lo que en verdad son. Mira esto.

Y la llama a su lado. Le señala una silla que hay a lo lejos.
- ¿Ves esa silla?
- Sí.
- Ya, pon tu mano así─ y pone el pulgar y el índice como formando una C─, y encaja la silla en este espacio. ¿Alcanzas a ver toda la silla?
- Sí─ dice la Niña, la cara iluminada, como si empezara a entender.
- La silla no es de este tamaño en verdad. Si te acercas, vas a ver cómo, con cada paso, la silla va a "crecer" y no va a entrar en esta medida de tu mano. Si te alejas, la silla se achica y vuelve a ser de ese tamañito. Lo mismo pasa con esa figura que soy yo, como estoy más lejos, parece que somos del mismo tamaño.

La Niña mira al Primo Grande, vuelve a mirar a la silla que está un poco más lejos y regresa los ojos al Primo Grande. Tú lo has visto todo, no has dicho nada. No podrías haberlo hecho mejor.

A los pocos días, la Niña señala tu dije y afirma muy segura:
- Solamente parece que fuéramos del mismo tamaño. En verdad, el Primo Grande está más atrás.
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Estas perlitas están peor que las que aparecen en este blog con demasiada frecuencia.