Voy al quiosco de la esquina, y le pregunto al buen Tato si mi mamá ya compró el periódico para evitar repetir la compra. Me dice que si, que hace ya buen rato pasó por ahí y se llevó el diario decano. Y me entrega el fascículo anterior de los cuentos para Marcela, que se me pasó comprar en su momento. Le agradezco y me voy.
Entro a la farmacia y la servicial Fátima me recibe con una sonrisa. Le digo que se me acaba de olvidar el nombre de la pastilla que quiero comprar. "¿La que siempre llevas?", me pregunta. Cuando le digo que si, me saca una caja blanca con rayas verdes y me pregunta cuántas me llevaré esta vez. Me entrega la cantidad que le pido, le pago y salgo con mi pastilla cuyo nombre prometo no volver a olvidar.
Entro a la bodega que está en la misma cuadra en la que vivo. No tengo necesidad de cruzar ninguna pista cuando voy para allá. La dueña, Luisa María, me pregunta si esta vez también voy a comprar la vela votiva color rojo que siempre compro cuando voy con Marcela. Le digo que esta vez no, que cuando esté con Marcela, a la que le encanta dejarle una velita a la Virgen de Lourdes que hay a la entrada de la tienda.
Me acerco al panadero que tiene su mercadería en un triciclo y que vende a todo aquel que llega a la esquina donde se estaciona o que lo encuentra en el camino. No tengo ni que decir nada, él ya sabe que son dos panes de los más crocantes. Las pocas veces que el pedido varía, el panadero muestra su extrañeza demorándose dos décimas de segundo más en despachar los panes.
Camino media cuadra y me cruzo con el hombre que limpia autos. Nos saludamos y cada uno sigue su camino. Lo mismo pasa con el cartero, que a veces me regala un breve momento de dicha cuando me anticipa que tiene algo para mí en su enorme bolsa azul, incomprensiblemente estampada con las palabras Poste Italiane.
Entro al restaurante en donde a veces compro el almuerzo. El dueño ya sabe que no debe incluir ají ni cubiertos descartables en mi pedido. En cambio, agrega una pequeña bolsa con dos trozos de limón, que le da a la sopa un sabor muy agradable.
Todos estos encuentros que narro en esta entrada ocurren en un área que no excede de dos cuadras a la redonda.
Sabor de barrio.
Entro a la farmacia y la servicial Fátima me recibe con una sonrisa. Le digo que se me acaba de olvidar el nombre de la pastilla que quiero comprar. "¿La que siempre llevas?", me pregunta. Cuando le digo que si, me saca una caja blanca con rayas verdes y me pregunta cuántas me llevaré esta vez. Me entrega la cantidad que le pido, le pago y salgo con mi pastilla cuyo nombre prometo no volver a olvidar.
Entro a la bodega que está en la misma cuadra en la que vivo. No tengo necesidad de cruzar ninguna pista cuando voy para allá. La dueña, Luisa María, me pregunta si esta vez también voy a comprar la vela votiva color rojo que siempre compro cuando voy con Marcela. Le digo que esta vez no, que cuando esté con Marcela, a la que le encanta dejarle una velita a la Virgen de Lourdes que hay a la entrada de la tienda.
Me acerco al panadero que tiene su mercadería en un triciclo y que vende a todo aquel que llega a la esquina donde se estaciona o que lo encuentra en el camino. No tengo ni que decir nada, él ya sabe que son dos panes de los más crocantes. Las pocas veces que el pedido varía, el panadero muestra su extrañeza demorándose dos décimas de segundo más en despachar los panes.
Camino media cuadra y me cruzo con el hombre que limpia autos. Nos saludamos y cada uno sigue su camino. Lo mismo pasa con el cartero, que a veces me regala un breve momento de dicha cuando me anticipa que tiene algo para mí en su enorme bolsa azul, incomprensiblemente estampada con las palabras Poste Italiane.
Entro al restaurante en donde a veces compro el almuerzo. El dueño ya sabe que no debe incluir ají ni cubiertos descartables en mi pedido. En cambio, agrega una pequeña bolsa con dos trozos de limón, que le da a la sopa un sabor muy agradable.
Todos estos encuentros que narro en esta entrada ocurren en un área que no excede de dos cuadras a la redonda.
Sabor de barrio.