jueves, 18 de marzo de 2021

Pataleta canina

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Hace pocos días caminaba por el malecón de Miraflores. Es un paseo agradable, al lado del acantilado y desde donde se ve el mar, entre jardines bien cuidados y flores de muchos colores. 
El trayecto es un lugar de encuentro y muy popular entre corredores madrugadores, matutinos y vespertinos, personas que pasean con niños de todo tamaño, que muchas van en compañía de sus perros.
Ese día, todo iba sin mayor novedad. A pocos metros de mí había dos señoras con niños y sus respectivos perros. Aparentemente, se habían encontrado de casualidad y estaban poniéndose al día con sus respectivas novedades.
Ya más cerca, pude notar que se estaban despidiendo. Una agarró la correa del perro y empezó caminar sin prisa, mientras hacía gestos a una niña para seguir el camino. Con ella no hubo mayor novedad.
Lo que llamó mi atención fue lo que ocurrió con la otra caminante y su perro.
Ella comenzó a jalar la correa y a hablarle a su mascota en tono cariñoso "oye, vamos a la casa". Pero el perro estaba sentado, inamovible. La mujer jalaba cada vez con más fuerza y la mascota nada. No se movía. Ni siquiera miraba a su ama. Es más, el perro pasó de estar sentado a echarse en el suelo.
La mujer jalaba la correa mientras decía palabras cariñosas marcadas cada vez más con voz de enojo.
La amiga miraba  todo, entre asombrada y divertida.
Hasta donde alcancé a ver y a oír, el perro seguía sin moverse.
No sé cómo habrá acabado esa pataleta canina.

martes, 2 de marzo de 2021

El bocado fugitivo

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Hace algunos meses, creo que la última vez que fui a un restaurante cuando todo era "normal" todavía, fui testigo accidental de algo que recordé pocos días atrás.
Mi grupo estaba en una mesa en una esquina, y al costado había otra mesa con un grupo grande. Era una familia que celebraba un cumpleaños. Su bullicio era contagioso y animaba el lugar.
Sin que se notara, empecé a observarlos. Quería saber quién motivaba la reunión familiar. De reojo casi recorrí la vista por cada uno hasta que di con el cumpleañero, un hombre que parecía el papá de dos niños que lo flanqueaban.
Todos hablaban y comían en un ambiente festivo, como deben ser los cumpleaños cuando la gente que queremos está cerca y al alcance de la mano.
Y entonces lo vi. Un señor que ya tenía una edad, como se dice. Parecía el padre del cumpleañero. Sonreía todo el rato, hablaba con los nietos y reía con ellos. Intercambiaba miradas y gestos con el hijo, aunque no se hablaban mucho porque estaban algo lejos.
De repente noté que su plato estaba casi vacío. Solamente quedaba un bocado. Era poco lo que quedaba, pero debía ser la comida favorita del señor porque se notaba que quería terminarla a toda costa. Era eso o le habían enseñado que en el plato no se deja nada.
Perseguía el bocado con el tenedor y el bocado escapaba empujado por el propio tenedor. Así varias veces, cuando parecía que ya iba a quedarse en el tenedor, el bocado volvía a caerse.
Así estuve mirando ese juego del gato y el ratón hasta que por fin el señor ganó. Atrapó a su presa, levantó el tenedor y lo miró casi con orgullo. Paseó la vista por la mesa, pero todos estaban tan ocupados conversando que nadie se dio cuenta.
Empezó a mover la cabeza casi en dirección a donde yo estaba. No alcancé a voltearme, y el señor me encontró mirándolo. Me sentí avergonzada, atrapada por indiscreta, pero no pude retirar la vista.
Entonces el señor alzó su tenedor discretamente, movió ligeramente la cabeza sin dejar de mirarme y con una enorme sonrisa terminó su comida.
Hasta casi podría jurar que me guiñó el ojo, cómplice.