Me encantan los relojes. Tenemos una larga
historia en común. Quienes me conocen, lo saben bien. Deben ser relojes de manecillas, pues los digitales no tienen el mismo sabor. No es lo mismo ver una esfera con los números bien dispuestos, o un punto que los representa, que leer en una superficie plana números luminosos que hasta ahora no entiendo cómo se sostienen.
Es fácil imaginar que tengo más de un reloj. Es una colección variada, donde el único requisito son las tres B: bueno, bonito y barato. Por eso, nunca caen mal las ofertas que suelen aparecer de vez en cuando con los diarios, gracias a las cuales puedes acceder a reloj por un pago bastante razonable. Desde días antes, los diarios promocionan los modelos y las fechas en que van a salir como para que los lectores se programen.
El quiosco a una cuadra de mi casa es un punto de reunión importante. Tato, el dueño del negocio, es todo un personaje. Sin moverse de su puesto conoce la vida de todos los vecinos a tres cuadras a la redonda. Para asegurarme el reloj previamente elegido, le pago por anticipado a Tato para que me lo separe.
El sistema nunca había fallado hasta hace pocos días. Por alguna razón, alguien le compró dos relojes, uno más del originalmente previsto. Chau, reloj. Tato me ofreció pedir otro y reemplazar el faltante, pero no me pudo decir cuándo lo tendría. Yo decidí esperar.
A los pocos días de eso, caminaba por la avenida Larco un martes muy temprano cuando, en un puesto de periódicos al lado del cual me paré para esperar el cambio de luz del semáforo, vi el reloj esperado. Esperando. Esperándome.
Le pedí al dueño del puesto verlo más de cerca, me lo entregó a la vez que me dijo el precio, que yo ya conocía. Mi respuesta fue "me lo llevo", y al abrir mi billetera, vi que tenía un billete muy grande y uno muy chico que no cubría el total. El hombre no tenía vuelto del billete grande, pero al ver el billete chico me dijo: "deme este billete y después me completa lo que falta".
No podía creer lo que acababa de oír: ¿un vendedor le decía a una transeúnte desconocida que le pagara después?
- Yo confío. Además, yo la veo pasar por acá con mucha frecuencia.
- Ay, señor, no... A mí no me gusta deber.
- Y a mí no me gusta que me deban. Pero confío en usted.
Esa señal de confianza me subió los ánimos, y me movió a rebuscar en todos mis bolsillos. Saqué todas mis monedas, las apilé una por una y con la última que tenía, completé el precio. Le entregué todo al señor, nos reímos, nos dimos mutuas gracias y seguí mi camino.
Ahora, cuando paso cerca de su puesto, nos saludamos. Y si estoy en la acera del frente, levanta la mano y me saluda a la distancia.