lunes, 13 de mayo de 2019

Cuando el estómago habla

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Cuando estaba en la universidad, tenía clases desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde. A veces, no había pausa entre clase y clase. Otras veces, había horas en blanco. Pero de una u otra forma, eran varias las horas que transcurrían hasta terminar la jornada.

Era normal salir de la universidad y llegar a casa con hambre, con la disposición de comer lo que hubiera, prácticamente donde fuera.

El recorrido a casa era largo. Casi una hora, pero tenía la ventaja de que había que llegar al paradero final. Es decir, podía ir tranquilamente sin mayor preocupación de pasarme el paradero.

La parada final era en un lugar muy comercial, lleno de tiendas de todo tipo. Con tiempo y ganas, no era raro que fuera a dar una vuelta a visitar tiendas o comprar algún bocadito para disfrutar más tarde. Pero lo más normal era bajar y querer llegar a casa cuanto antes. Además, entre el paradero final y la casa habían doce cuadras que recorrer, lo que agregaba unos 15 minutos más a todo el recorrido.

Como se dice por acá, hacía hambre.

Los últimos pasajeros siempre eran pocos. El chofer estacionaba el vehículo y apagaba el motor, A veces gritaba "último paradero", pues no faltaba quien se quedara dormido en el largo tramo. Era hora de salir en ordenada fila, ya por fin en el destino final.

En esas circunstancias, siempre tenía la idea de comprar algunas galletas al peso en un puesto que tenía cuanta chocolate, galleta y dulce uno pudiera imaginar. Cuando ya faltaban pocas cuadras para llegar, empezaba a pensar qué comprar para compartir con la tía Angelita mientras veíamos televisión en la noche.

Con ese pensamiento, me levantaba de mi asiento y me dirigía hacia la puerta. Por mi cabeza desfilaban las diferentes galletas que podía comprar, las iba eligiendo mentalmente mientras la boca se me hacía agua. A lo lejos, lograba ver el puesto con las apetitosas tentaciones entre las que tanto me costaba siempre decidir.

Al pasar al lado del chofer, siempre me despedía con un simple "gracias", que bien era correspondido con "de nada", "hasta luego" o con simple indiferencia del conductor.

Pero esa vez fue diferente. Con los pies aún dentro del bus, pero la mente en cualquier otra parte, pasé al lado del chofer y mi mente mandó a agradecer como hacía todos los días. Pero menos de un segundo después, la cara extrañada del chofer me hizo dar cuenta de que le había lanzado un entusiasta "¡galletas!" en vez del rutinario "gracias".

Cuando el estómago habla...

jueves, 2 de mayo de 2019

La fiesta posible

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Se acercaba su cumpleaños, iba a cumplir diez años y lo que más quería era celebrarlo con sus amigas. A ella y a su hermana las invitaban las otras niñas, sabía que lo más lógico era celebrar una ocasión así. Pero también sabía que la situación en casa no era la mejor, su mamá lo decía de vez en cuando.

Además, casi acababa de pasar la Navidad, y más de una vez había escuchado decir a sus padres que en esos días se gastaba mucho.

Pero quería tanto su fiesta...

Un día, fue con su mamá y su hermana a la bien surtida tienda que estaba cerca de su casa. Vio bolsas de dulces, botellas de gaseosas de muchos tamaños y precios. Se memorizó los precios que pudo, no quería preguntarlos en voz alta. Se tuvo que conformar con recordar las cantidades de los cartelitos, en las cosas que tenían cartelito.

Es que se le había ocurrido un plan.

Al llegar a su casa, hizo cuentas, sumó y restó por igual, hizo anotaciones en papelitos que escondió celosamente para que nadie supiera en qué andaba. Y seguía sumando y restando, las cuentas tenían que cuadrar.

Así pasaron dos días hasta que se llenó de valor y se paró delante de su mamá con un papel en la mano. Era ahora o nunca, faltaba una semana para la fecha indicada:
- Mamá, he hecho cuentas y creo que se puede celebrar mi cumpleaños con diez soles -dijo de golpe, para no perder impulso, para evitar acobardarse.
- A ver, cuéntame -contestó la madre al tiempo que se sacaba los anteojos y dejaba su eterna labor de costura.

La niña estaba tan nerviosa y ansiosa que no se percató de la mirada divertida de su madre.

- Una caja de seis gaseosas grandes y una bolsa de dulces mediana en la tienda de don Samuel cuestan diez soles. Invito a diez amigas y celebramos mi cumpleaños.

Hasta puedo imaginar su carita ilusionada a la espera de una respuesta.

- Voy a hablar con tu papá cuando llegue de trabajar. A ver qué dice -respondió la madre con la seriedad que una solicitud así ameritaba.

Para hacer corto un cuento largo, días después la casa rebosaba de niñas, regalos, gritos, juegos, alegría, risas, una caja de seis gaseosas grandes y una bolsa de dulces mediana de la tienda de don Samuel.

Muchos años después, esa madre que tomó la solicitud de su hijita con la seriedad que la ocasión ameritaba contaba el episodio llena de orgullo. Literalmente, fue una historia que le contó a sus nietos.